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Era predecible.
Acaba de suceder un punto de quiebre en el mundo del arte, aunque muchos no lo notaron. Se trata del momento de mayor fraude, cuando la obra de arte es, literalmente, reemplazada por nada y aun así se vende en miles de dólares.
Hasta hace poco, el debate giraba en torno a la validez de las piezas, si estas eran arte o si eran tonterías que sólo buscaban llamar la atención, obras fabricadas para engañar incautos y quitarles el dinero a millonarios sin criterio estético. Año tras año, las piezas del arte conceptual eran más risibles en su osadía, más francas en su descaro y más efímeras en sus materiales. Creímos alcanzar la cima de la burla en la pasada feria de arte en Miami, cuando Maurizio Cattelan pegó un banano a la pared con un trozo de cinta y lo vendió por 120.000 dólares.
Sin embargo, esa cima la acaba de superar algo todavía más patético: la obra Io sono (Yo soy), del artista italiano Salvatore Garau, que consiste en… nada. Es una creación inmaterial e invisible, pero Garau señala que no ha vendido nada. Ha vendido un vacío. Y ese vacío se vendió en 15.000 euros.
Esto es tocar fondo.
Lo he dicho antes: el único campo donde se premia tanta trampa es en las artes plásticas. En la literatura esto no se tolera. Si yo le ofrezco a mi editor una resma de hojas en blanco y le digo que es una obra maestra, me echará a patadas de la editorial. Igual pasa en las ciencias, en la tecnología, en la arquitectura, en el diseño y en las humanidades. Esta estafa, donde el embuste se considera magistral, sólo triunfa en el mundo del arte. Con una amenaza, además. Si no se celebra la estupidez, acusan al espectador de ser un trasnochado, incapaz de apreciar la genialidad de semejante bobada.
Aun así, las piezas del arte conceptual, por banales o ridículas que fueran, eran al menos objetos tangibles. Todas descendían del urinario de Marcel Duchamp de 1917, pero al menos existían. Ahora ni siquiera eso es necesario. Hoy se vende nada en miles de dólares, y es tal el pánico de ser acusado de miope e ignorante que el público y el mercado del arte aceptan y aplauden el engaño. Y lo financian.
Para aterrizar el debate, yo siempre lo comparo con un esfuerzo físico, como lavar un auto. Hacerlo bien exige tiempo y sudor, es una tarea ardua y minuciosa. ¿Pero cuántos autos hay que lavar para ganar 15.000 euros? Que alguien reciba semejante cifra sin esforzarse, sin trabajar, sin ofrecer nada y proclamando que es “un vacío único” es una burla inadmisible.
El gran arte nutre. Alimenta el espíritu y ennoblece los sentidos. Por eso todos los días hay filas larguísimas para entrar en los grandes museos del mundo, como la Galería Uffizi en Florencia, el Louvre en París y El Vaticano en Roma. Pero en las muestras de arte conceptual a menudo sólo hay una persona o dos, con cara de perplejos, mirando las piezas y sintiendo que han sido víctimas de un engaño.
Toda estafa requiere del timador, pero también del incauto que se presta para que le roben. Si se elimina la mitad de la ecuación, el espectador, esas tonterías cesarán. Quizás entonces los artistas volverán a tomar los lápices y los pinceles y el barro para crear verdaderas obras de arte, que aspiren a la belleza, que es lo único que perdura. Y obras como la de Garau se verán como lo que son: nada.