A menudo tenemos deudas impagables con personas que ni siquiera sabíamos que existían.
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A menudo tenemos deudas impagables con personas que ni siquiera sabíamos que existían.
Tal es el caso del teniente inglés Anthony (Tony) Clarke, quien salvó para siempre una de las obras de arte más importantes de todos los tiempos: La resurrección de Piero della Francesca, pintada alrededor de 1470.
Su hazaña ocurrió así.
En el verano de 1944, mientras las fuerzas Aliadas avanzaban hacia el norte en Italia, liberando ciudades y poblaciones capturadas por los alemanes, Clarke recibió órdenes de bombardear de manera implacable el pueblo medieval de Sansepolcro, cerca de Arezzo, para despejarlo de tropas enemigas antes de proseguir. Eso representaba para el comandante del regimiento de artillería un dilema imposible. Si desobedecía la orden, varios de sus soldados podrían morir en manos de los alemanes al retomar el pueblo, lo que seguro significaría la deshonra y un juicio marcial. Pero si la acataba, como había ocurrido hacía poco con Montecassino, un pueblo antiguo ubicado entre Roma y Nápoles que había quedado en ruinas, la devastación sería total, lo que implicaba la destrucción de hogares y monumentos históricos, entre ellos el ayuntamiento, donde se encontraba un fresco en particular, pintado en el siglo XV. Y el joven teniente, un hombre culto con lecturas a cuestas, recordaba haber leído un ensayo de su compatriota, el gran novelista británico Aldous Huxley, autor de Un mundo feliz (A Brave New World), quien había escrito que esa pintura “era la más importante del mundo”. Llegó la hora y comenzó el bombardeo, con los cañones disparando desde las colinas vecinas, pero en seguida Clarke dio la contraorden y detuvo el fuego. Las tropas Aliadas entraron con cautela en Sansepolcro, y, para alivio del teniente, los alemanes habían desalojado el pueblo, y el edificio del ayuntamiento lucía intacto. Adentro, por fortuna, visible en la penumbra, yacía a salvo el fresco elogiado por Huxley: La resurrección de Piero della Francesca.
No sé si es la pintura más importante del mundo, pero sí es excepcional. El fresco capta el instante preciso cuando Cristo sale de su tumba, tres días después de la crucifixión. La figura frontal y solemne, blanca y erecta como una escultura griega, ataviada con una túnica rosa, apoya el pie en el borde de mármol para emerger del sarcófago, sujetando en la diestra el asta de una bandera blanca con una cruz roja. De su martirio solo se ven las marcas puntuales de los estigmas y la herida fresca en su costado derecho, donde la lanza del centurión Longinos penetró su costillar, y de la cual todavía gotea la sangre. Su mirada fija está dirigida al espectador, y el hombre convertido en Divinidad, con un halo discreto sobre su cabeza, tiene un aire digno y majestuoso, y sentimos verdadero asombro ante la grandeza de su presencia.
A sus pies yacen dormidos cuatro soldados romanos, que no parecen advertir el prodigio. Su atuendo no es de los tiempos de Cristo sino de Piero: renacentista. Y la composición de las cinco figuras forma un triángulo perfecto. Piero era un maestro de la perspectiva y fue uno de sus primeros y grandes teóricos, y en este fresco se aprecia su pericia legendaria: vemos la lejanía pintada con veracidad, junto con las torres de una villa medieval en la distancia, y los árboles de ambos lados se bifurcan y se pierden en el paisaje de colinas ondulantes. El conjunto proyecta una sensación de armonía y equilibrio visual, con las figuras ordenadas en forma piramidal, y las líneas de la composición que describen una gran equis en la pintura, con Cristo en el centro y los soldados, sus armas y la naturaleza formando las diagonales. El horizonte trazado por el sarcófago luce más bajo de lo normal, y así Piero incrementa el efecto de monumentalidad que despierta la figura de Cristo. El hijo de Dios aparece como divino y humano al mismo tiempo, con la aureola que corona su cabeza y los pliegues de la piel bajo los abdominales del torso. A la vez, emerge resucitado como juez supremo, mirándonos de frente y ofreciéndonos, por lo visto, una opción: los árboles del lado izquierdo lucen secos y muertos, mientras los que se desprenden del lado derecho crecen verdes y sanos. Tomar un camino u otro, parece sugerir el artista, es decisión nuestra.
Aquí están presentes los atributos más valiosos y conocidos de Piero –quien murió, como dato curioso, el día que Colón avistó estas tierras, el 12 de octubre de 1492–: la serenidad de sus personajes, por ejemplo; el colorido tan definido; la quietud de sus figuras, aún en pleno movimiento, que alude a la eternidad; la importancia del volumen y la monumentalidad de las formas; la precisión geométrica de la composición; el rigor en los trazos y pinceladas; la expresión impávida de las personas, que parecen mirar hacia afuera y a la vez hacia adentro (como también se aprecia en los rostros inmortales del arte egipcio); la escasez de sombras en la pintura para preservar la viveza y la pureza de los colores; la elegancia formal, la ausencia de dramatismos y sentimentalismos, y la atmósfera misteriosa, de silencio y solemnidad. Se trata, en efecto, de una obra maestra.
Y hoy la podemos contemplar por un simple hecho casual: porque en el verano de 1944, el comandante a cargo del regimiento de artillería inglesa era Tony Clarke y no otro. Un militar amante del arte, que por suerte había leído aquel ensayo escrito en 1925, donde Aldous Huxley ponderaba el fresco de Piero della Francesca en el modesto pueblo de Sansepolcro. Y gracias a eso, y a su coraje ejemplar, capaz de contrariar una orden inapelable de sus superiores, Clarke detuvo el bombardeo justo a tiempo. Y esa valiente decisión salvó de los cañones a este pueblo hermoso, y salvó para siempre esta pintura extraordinaria.
Muchas gracias, admirado teniente Clarke. Reciba en el más allá nuestra eterna gratitud.