Lo patriótico es desear que al presidente le vaya bien, así uno no sea petrista. De lo contrario, sufrimos todos con un mal gobierno o una gestión fallida.
Por eso me alarman las nubes negras que se aprecian en el horizonte. Incluso, por una desafortunada confluencia de factores y circunstancias, todo parece indicar que esas nubes anuncian una tormenta. Y peor aún: una tormenta perfecta.
La inflación sigue alta. Además, el precio del petróleo está cayendo. Y pese a las críticas del presidente a los hidrocarburos, nuestros ingresos dependen de ese sector, y esta caída de precios implica la disminución de fondos a los cofres del Estado.
Los analistas más serios opinan que la economía se está desacelerando y dicen que va a empeorar.
La paz total está cada vez más lejana. La inseguridad está desbordada y la razón es un error de estrategia. La propuesta del presidente consiste en ser débil en el ataque y generoso en los incentivos. Como señaló Felipe López en su brillante entrevista con María Isabel Rueda, el proyecto tiene mucha zanahoria y poco garrote. Y se nota en el fortalecimiento de grupos criminales y en el aumento de inseguridad en todo el país.
A la vez, es improbable que las reformas del presidente sean exitosas, por dogmatismo, incapacidad de lograr consensos, porque son impopulares, como la de la salud, o porque son inconvenientes, como la laboral, que aumentará los costos laborales y, por ende, la informalidad y el desempleo. El Banco de la República estima la pérdida de casi 500.000 empleos si pasa la reforma laboral. Y sin mayorías en el Congreso y sin el apoyo político de la coalición, las reformas, tan urgentes, tienen un futuro incierto.
Para rematar, la popularidad del presidente está cayendo. Y caerá más con la desaceleración económica y sus roces con los medios. Adicionalmente, su llamado a la calle fue un autogol. No ha surgido la fuerza popular e influyente que soñó el jefe de Estado. Y al abrir la caja de Pandora de las manifestaciones populares, Petro invitó a la oposición también a protestar y esta lo hizo con mayor ruido y presencia. La plaza de Bolívar llena de militares en retiro tuvo un impacto. ¿Pero qué impacto tuvo la escasa multitud en la plaza de Armas con el último discurso del balcón? Ninguno. Si un presidente llama a la revolución y no pasa nada, eso refleja la erosión de su fuerza política.
A todas estas, pronto llegará a Colombia el fenómeno de El Niño. El país no tiene la infraestructura lista para afrontar ese azote climático, y eso puede desatar una crisis energética e incluso un apagón. Quienes vivimos esa tragedia en el gobierno Gaviria sabemos que eso, para un presidente, es brutal.
Y todo esto, en el primer año de Gustavo Petro.
En resumen: inflación, aumento de inseguridad, caída de precios del petróleo, desaceleración económica, reformas urgentes pero inciertas, protestas en contra, caída de la imagen, choques con los medios y sequía de El Niño. Esta suma de factores representa una tormenta perfecta que puede llevar a una crisis de gobierno.
Por suerte hay tiempo para corregir rumbos. Pero para hacerlo el presidente tiene que ir en contra de sus propios instintos. Menos tuits y más gestión. Más acuerdos. Ser menos radical y más conciliador.
El futuro de su gobierno y del país dependen de eso.
Lo patriótico es desear que al presidente le vaya bien, así uno no sea petrista. De lo contrario, sufrimos todos con un mal gobierno o una gestión fallida.
Por eso me alarman las nubes negras que se aprecian en el horizonte. Incluso, por una desafortunada confluencia de factores y circunstancias, todo parece indicar que esas nubes anuncian una tormenta. Y peor aún: una tormenta perfecta.
La inflación sigue alta. Además, el precio del petróleo está cayendo. Y pese a las críticas del presidente a los hidrocarburos, nuestros ingresos dependen de ese sector, y esta caída de precios implica la disminución de fondos a los cofres del Estado.
Los analistas más serios opinan que la economía se está desacelerando y dicen que va a empeorar.
La paz total está cada vez más lejana. La inseguridad está desbordada y la razón es un error de estrategia. La propuesta del presidente consiste en ser débil en el ataque y generoso en los incentivos. Como señaló Felipe López en su brillante entrevista con María Isabel Rueda, el proyecto tiene mucha zanahoria y poco garrote. Y se nota en el fortalecimiento de grupos criminales y en el aumento de inseguridad en todo el país.
A la vez, es improbable que las reformas del presidente sean exitosas, por dogmatismo, incapacidad de lograr consensos, porque son impopulares, como la de la salud, o porque son inconvenientes, como la laboral, que aumentará los costos laborales y, por ende, la informalidad y el desempleo. El Banco de la República estima la pérdida de casi 500.000 empleos si pasa la reforma laboral. Y sin mayorías en el Congreso y sin el apoyo político de la coalición, las reformas, tan urgentes, tienen un futuro incierto.
Para rematar, la popularidad del presidente está cayendo. Y caerá más con la desaceleración económica y sus roces con los medios. Adicionalmente, su llamado a la calle fue un autogol. No ha surgido la fuerza popular e influyente que soñó el jefe de Estado. Y al abrir la caja de Pandora de las manifestaciones populares, Petro invitó a la oposición también a protestar y esta lo hizo con mayor ruido y presencia. La plaza de Bolívar llena de militares en retiro tuvo un impacto. ¿Pero qué impacto tuvo la escasa multitud en la plaza de Armas con el último discurso del balcón? Ninguno. Si un presidente llama a la revolución y no pasa nada, eso refleja la erosión de su fuerza política.
A todas estas, pronto llegará a Colombia el fenómeno de El Niño. El país no tiene la infraestructura lista para afrontar ese azote climático, y eso puede desatar una crisis energética e incluso un apagón. Quienes vivimos esa tragedia en el gobierno Gaviria sabemos que eso, para un presidente, es brutal.
Y todo esto, en el primer año de Gustavo Petro.
En resumen: inflación, aumento de inseguridad, caída de precios del petróleo, desaceleración económica, reformas urgentes pero inciertas, protestas en contra, caída de la imagen, choques con los medios y sequía de El Niño. Esta suma de factores representa una tormenta perfecta que puede llevar a una crisis de gobierno.
Por suerte hay tiempo para corregir rumbos. Pero para hacerlo el presidente tiene que ir en contra de sus propios instintos. Menos tuits y más gestión. Más acuerdos. Ser menos radical y más conciliador.
El futuro de su gobierno y del país dependen de eso.