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Las aguas del Caribe, y más aún las de Colombia, están llenas de oro. Entre 1492 y 1820 se hundieron más de 2.000 naves en los mares del Nuevo Mundo, y la mayoría no han sido rescatadas.
En sólo las islas Caimán hay, catalogados, 325 barcos hundidos de distintos países; en Jamaica hay 900, y en las aguas territoriales de Colombia hay cerca de 1.200 naufragios, muchos con tesoros de gran importancia, empezando con el San José.
Es necesario tomar en cuenta este contexto, porque justo en estos días se aprobó en el Senado el proyecto de Ley de Patrimonio Sumergido, presentado por el Ministerio de Cultura, que le permitirá al Estado rescatar la riqueza de esas naves hundidas en el mar. Pero mientras el Gobierno defendía su proyecto, otros se oponían, empezando con la Unesco y ahora la Procuraduría, más varios arqueólogos y antropólogos de prestigio.
Es un viejo debate. Unos piensan que se debe preservar el patrimonio histórico nacional y que, con este proyecto, buena parte de esas riquezas quedará en manos de comerciantes que se dedicarán a su venta sin ningún reparo de tipo cultural o patriótico. Sin embargo, otros piensan que, como el Gobierno tampoco recupera esos despojos ni cuenta con el conocimiento tecnológico (ni los recursos) para hacerlo, los mismos se están pudriendo bajo las olas y ya los están robando a cuentagotas fulanos como Francisco Rayo, un cazatesoros que figuró en mi novela, La sentencia.
Para mí este tema no es abstracto. Lo he visto con mis propios ojos: pilas de lastre y hermosos cañones de los galeones tendidos en el fondo del mar, cubiertos de algas, caracoles e incrustaciones marinas, pudriéndose bajo la superficie y vulnerables a depredadores, redes de pescadores y cazatesoros. El retraso jurídico de Colombia en esta materia es inaceptable. No estamos descubriendo el agua tibia: esto ya está inventado hace décadas. En Inglaterra, por ejemplo, sus museos exhiben los tesoros que se han descubierto, y aunque esas piezas a lo mejor comprenden una parte de lo encontrado, entre esa parte y nada, muchos prefieren esa parte. Inclusive, con este proyecto, los buscadores de tesoros, que invierten su tiempo, ciencia y capital en localizar y rescatar la riqueza hundida, serán pagados mediante las piezas repetidas (monedas y lingotes), mientras que el Estado conservará las piezas únicas y de mayor valor. Tommy Thompson, quien rescató del fondo del mar el barco Central America, primero quiso localizar el San José, el famoso galeón con 64 cañones que se hundió en las afueras de Cartagena en 1708, cuando un cañonazo de la escuadra inglesa, comandada por Charles Wager, le cayó en el almacén de la pólvora. La nave se fue a pique con 595 de sus 600 marineros, junto con uno de los tesoros más ricos de todos los que salieron del Nuevo Mundo. Debido a la ausencia de la legislación colombiana, Thompson descartó el San José y prefirió buscar el Central America. ¿El resultado? Un tesoro inmenso, salvado y expuesto para que todo el mundo lo admire, y el otro, el nuestro, aún vulnerable bajo el mar.
Este limbo jurídico es lo peor, porque el país se queda sin nada mientras los cazatesoros están saqueando, en forma clandestina, nuestra riqueza patrimonial. Una ley, por imperfecta que sea, al menos impedirá ese absurdo.