Luego de hablar con periodistas, empresarios, banqueros e industriales, representantes de los sectores más influyentes del país, percibo que prevalecen dos interpretaciones sobre lo que sucede en Colombia.
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Luego de hablar con periodistas, empresarios, banqueros e industriales, representantes de los sectores más influyentes del país, percibo que prevalecen dos interpretaciones sobre lo que sucede en Colombia.
La primera es que Petro es el diablo y lo que nos está pasando es fruto de una confabulación de los astros. Colombia es un país de mala suerte y, después de todo lo que hemos vivido, ahora viene una figura populista, que es la encarnación del mal, a acabar con todo. Este demonio goza de recursos sin fin, y la crisis se explica por su alcance tenebroso y por su descarada repartición de plata. Quienes protestan en Colombia son financiados por Petro. Nuestros mejores periodistas figuran en su nómina y por eso no lo refutan en entrevistas de radio y televisión. Las masas votarán por él porque su partido ha engrasado la maquinaria, tiene listos los buses y los almuerzos, y llevará a millones a las urnas. Y la lista sigue y sigue.
Lo cómodo de esta visión es que le confiere a Petro poderes ilimitados. Él es parte de una avalancha continental y ante eso no hay nada que hacer. Esta concepción no lleva a la autocrítica, ni a que los poderosos se pregunten si tienen una cuota de culpa en el resultado actual. No es necesario un balance o un ajuste de cuentas. Petro, repito, es el diablo y procede de nuestra mala suerte.
Sin embargo, hay otra interpretación menos simplista y quizá más realista. Quienes han participado en las marchas de protesta, en su vasta mayoría, son ciudadanos que están a reventar de hambre y desesperación. Que están protestando no porque les han pagado, sino porque no soportan más un establecimiento que les ha mentido durante décadas. Ha habido vandalismo, sin duda, y eso es inaceptable. Pero la mayoría protesta por cólera y por repudio a un Gobierno fallido, denunciando a una clase dirigente que no ha dirigido ni ha contribuido a lo más elemental, que es alimentar al pueblo. Según esta interpretación, Petro es un político de carne y hueso, cuya popularidad proviene de sus propios talentos, de la impopularidad del gobierno Duque y del desgaste de cinco períodos presidenciales y sus líderes escogidos por Álvaro Uribe. La crisis no obedece a la mala suerte, sino al fracaso de todos los sectores con poder a nivel nacional; un balance deplorable y un saldo en rojo, con la mayor parte del país sufriendo hambre, millones hundidos en las arenas movedizas de la pobreza y escándalos diarios de corrupción y mala justicia. La gente no soporta más de lo mismo y está exigiendo a gritos un cambio radical.
Bajo esta visión, Petro no es la causa de los problemas sino el efecto, el desenlace previsible tras años de desfalcos, olvido e injusticia social. El populismo nace del fracaso de las élites y así ha pasado en varios países donde figuras populistas, de derecha o izquierda, han triunfado en las elecciones. Entonces, en vez de sólo lamentar el brote del populismo, conviene que las élites hagan un examen de conciencia y reflexionen sobre cómo le han fallado al país de manera vergonzosa. Porque si Colombia termina en ruinas, los mayores culpables serán quienes empujaron al pueblo a dar un salto al vacío y a optar por el populismo.
Quizá en ese momento se aprenderán algunas lecciones.
A fin de cuentas, las ruinas son fértiles en enseñanzas.