El innombrable, como su homónimo, el omnipotente y desastroso Jehovah del antiguo testamento que ya no suele citarse por pudor y por miedo, vuelve siempre a los atriles del poder a explayar su ira y su retórica de salvación dogmática para extasiarse con las cabezas bajas de la sumisión, para volver a sentir ese poder ilimitado de su palabra sin ley sobre el rebaño de todos los corderos.
La Historia lo dejó emerger sobre las ruinas de un país perdido, para llevarlo de la perdición a la espiral del terror y de la sangre, aunque el terror haya sido la palabra predilecta de su vocabulario para tildar las críticas de los herejes. Nadie, en la pletórica maraña del caos, debía nombrarlo con sospecha o con dubitación. Su nombre tiene la aureola de los nimbos intocables, el brillo de los dogmas invencibles, el fuego de los odios siempre proclives al incendio. Y como la reiteración de la herejía fue insistente y la sospecha con su nombre fue tan recia, tan insolente, tan procaz, incendió el país y sus instituciones de papel y sobre todas las dudas impuso su única verdad con el amedrentamiento: la fuerza y la polarización entre los condenados y los elegidos. Todas las instituciones cayeron pulverizadas a sus pies: el Das, los ministerios, la justicia, la procuraduría, la contraloría, el ejército y su también espiral de crímenes extrajudiciales convocado en la jaculatoria al innombrable por sus incentivos y su voz de trueno y de patrón a la moral de las tropas efectivas. Su nombre se elevaba aún más entre las nubes del dogma y la distancia entre su nimio país de guerrilleros y su sombra se cortaba en la sacralidad de su palabra.
Como su homónimo, el omnipotente y desastroso Jehovah, no tiene recesos y ni opción para la los consensos a los hombres simples. Es su discurso atemporal de venganza y muerte contra la fragilidad de los pacifismos, es su fuerza de retaliación y dominio contra el equilibrio y la nivelación de los poderes que pretende esa democracia arcaica y obsoleta para su espíritu autocrático. El innombrable no puede cuestionarse porque su verbo, violencia abierta y circular, es un estado exento de las bajezas de la discusión y el diálogo, aunque en el mismo proceso del ascenso a la derecha del padre haya tenido que untarse del vulgo para mendigar los votos de su posesión y prometer lo que los hombres simples y vulgares prometen para apoderarse de los tronos.
Toda la Historia lo condena en sus excesos, toda la ruindad de un país hundido en los círculos de la anarquía lo señalan. Sus apóstoles lo traicionaron también y se fugaron cuando el tiempo empezaba a acorralarlos entre el polvo del poder perdido. Pero insiste el innombrable en retomar su sacralidad aunque su imperio se haya hundido con él y por él, y aunque las evidencias y los testimonios lo denuncien sin miedo y con las claridades de lo obvio. Pero El Mesías insiste en defender su nombre aunque su nombre no pueda nombrarse por la devoción de la Comisión Ética del senado adjudicando una absurda armonía entre parlamentarios. Su nombre es el nombre de la última infamia de esta historia brutal, pero no existe en el lenguaje. No puede nombrarse aunque la espiral del desastre gire alrededor su evangelio.
El innombrable sigue exento de pecado y culpa, porque fueron inventos de su religión, y en esa saña de Amo y de Señor, prosigue su camino.
El innombrable, como su homónimo, el omnipotente y desastroso Jehovah del antiguo testamento que ya no suele citarse por pudor y por miedo, vuelve siempre a los atriles del poder a explayar su ira y su retórica de salvación dogmática para extasiarse con las cabezas bajas de la sumisión, para volver a sentir ese poder ilimitado de su palabra sin ley sobre el rebaño de todos los corderos.
La Historia lo dejó emerger sobre las ruinas de un país perdido, para llevarlo de la perdición a la espiral del terror y de la sangre, aunque el terror haya sido la palabra predilecta de su vocabulario para tildar las críticas de los herejes. Nadie, en la pletórica maraña del caos, debía nombrarlo con sospecha o con dubitación. Su nombre tiene la aureola de los nimbos intocables, el brillo de los dogmas invencibles, el fuego de los odios siempre proclives al incendio. Y como la reiteración de la herejía fue insistente y la sospecha con su nombre fue tan recia, tan insolente, tan procaz, incendió el país y sus instituciones de papel y sobre todas las dudas impuso su única verdad con el amedrentamiento: la fuerza y la polarización entre los condenados y los elegidos. Todas las instituciones cayeron pulverizadas a sus pies: el Das, los ministerios, la justicia, la procuraduría, la contraloría, el ejército y su también espiral de crímenes extrajudiciales convocado en la jaculatoria al innombrable por sus incentivos y su voz de trueno y de patrón a la moral de las tropas efectivas. Su nombre se elevaba aún más entre las nubes del dogma y la distancia entre su nimio país de guerrilleros y su sombra se cortaba en la sacralidad de su palabra.
Como su homónimo, el omnipotente y desastroso Jehovah, no tiene recesos y ni opción para la los consensos a los hombres simples. Es su discurso atemporal de venganza y muerte contra la fragilidad de los pacifismos, es su fuerza de retaliación y dominio contra el equilibrio y la nivelación de los poderes que pretende esa democracia arcaica y obsoleta para su espíritu autocrático. El innombrable no puede cuestionarse porque su verbo, violencia abierta y circular, es un estado exento de las bajezas de la discusión y el diálogo, aunque en el mismo proceso del ascenso a la derecha del padre haya tenido que untarse del vulgo para mendigar los votos de su posesión y prometer lo que los hombres simples y vulgares prometen para apoderarse de los tronos.
Toda la Historia lo condena en sus excesos, toda la ruindad de un país hundido en los círculos de la anarquía lo señalan. Sus apóstoles lo traicionaron también y se fugaron cuando el tiempo empezaba a acorralarlos entre el polvo del poder perdido. Pero insiste el innombrable en retomar su sacralidad aunque su imperio se haya hundido con él y por él, y aunque las evidencias y los testimonios lo denuncien sin miedo y con las claridades de lo obvio. Pero El Mesías insiste en defender su nombre aunque su nombre no pueda nombrarse por la devoción de la Comisión Ética del senado adjudicando una absurda armonía entre parlamentarios. Su nombre es el nombre de la última infamia de esta historia brutal, pero no existe en el lenguaje. No puede nombrarse aunque la espiral del desastre gire alrededor su evangelio.
El innombrable sigue exento de pecado y culpa, porque fueron inventos de su religión, y en esa saña de Amo y de Señor, prosigue su camino.