Fue irónicamente Vargas Llosa, reconocido adversario personal de Márquez, quien redactó la mejor de las críticas a la tronante Cien años de soledad, describiéndola como la historia de un deicidio: el atentado a una realidad junto a sus paradigmas canónicos y sus deidades aceptadas y sus historias repetidas del pasado en que los hombres suponen soportarse sin asombro, destruida por la atmosfera de leyes contrapuestas, donde la amnesia puede convertirse de repente en pandemia y convertir al olvido en otra realidad en que los hombres pueden existir, asombrados en la novedad, y redactándose sus mismas costumbres en sus cuerpos para sobreponerse a la rutina. O donde el viento puede absorber y levantar a Remedios para perderla para siempre entre la historia de la tierra y el cielo, o donde un cuerpo puede reducirse en la vejez hasta la contextura y el tamaño de las pasas, y la sangre puede recorrer en un hilo predeterminado y racional las calles de un pueblo hasta volver, después, al orificio inaugural del muerto.
Toda la historia de un deicidio: la obra de un dios emulada por la rebeldía de otro inventor, que en el final de su obra, decide acabarla sin la tediosa levedad de los finales agónicos, y la suprime en el hambre de un viento que viene de repente a arrastrar con los manteles, los vestidos y los suelos y los nombres de esa estirpe imaginada. Es el recurso de los lugares ficticios para subvertir la insoportable y demasiada realidad, de la que hablaba Eliot, y revocarla en las propias licencias. Lo hizo el también Nobel e influyente reconocido por el propio Márquez, William Faulkner, con su condado imaginario Yoknapatawpha, Onetti con la ciudad de Santa María y Lewis Carrol en su país de maravillas. Lugares alternos de la rebelión donde cabe la sátira, la ironía y la alusión, o el simple símil de otra raza o de otra sociedad con otros tedios y revelaciones como pretexto de la representación, el viejo canon de Tolstoi para representar el universo desde el conocimiento exacto de una aldea.
Macondo sobrepasaba el símil y representaba también los intersticios de la guerra de los mil días con la sutileza de un símil con suerte, el folclor y la pirotecnia de su cultura que absorbió desde la lengua de sus tías maternas, entre el sopor del magdalena, cuando narraban las estrambóticas historias del pasado con la naturalidad de una oratoria ancestral. Fue esa lengua natural la que afinó García Márquez sin la pretensión de los recursos forzados. Amaestró la oralidad con el ritmo que afinó, tal vez, escuchando las sinfonías de Bartok y los preludios de Debussy, que repetía mientras sostenía el pulso salvaje de sus páginas entrecortadas por las comas y el vértigo.
El Patriarca, que alguna vez decidió escribir para retar la sentencia de Eduardo Zalamea, en la que aseguraba que no existían en Colombia jóvenes literatos con talento, ha muerto. Las generaciones emergentes, algunas muertas por la influencia brutal de su lenguaje, tienen la estricta obligación de emularlo.
Fue irónicamente Vargas Llosa, reconocido adversario personal de Márquez, quien redactó la mejor de las críticas a la tronante Cien años de soledad, describiéndola como la historia de un deicidio: el atentado a una realidad junto a sus paradigmas canónicos y sus deidades aceptadas y sus historias repetidas del pasado en que los hombres suponen soportarse sin asombro, destruida por la atmosfera de leyes contrapuestas, donde la amnesia puede convertirse de repente en pandemia y convertir al olvido en otra realidad en que los hombres pueden existir, asombrados en la novedad, y redactándose sus mismas costumbres en sus cuerpos para sobreponerse a la rutina. O donde el viento puede absorber y levantar a Remedios para perderla para siempre entre la historia de la tierra y el cielo, o donde un cuerpo puede reducirse en la vejez hasta la contextura y el tamaño de las pasas, y la sangre puede recorrer en un hilo predeterminado y racional las calles de un pueblo hasta volver, después, al orificio inaugural del muerto.
Toda la historia de un deicidio: la obra de un dios emulada por la rebeldía de otro inventor, que en el final de su obra, decide acabarla sin la tediosa levedad de los finales agónicos, y la suprime en el hambre de un viento que viene de repente a arrastrar con los manteles, los vestidos y los suelos y los nombres de esa estirpe imaginada. Es el recurso de los lugares ficticios para subvertir la insoportable y demasiada realidad, de la que hablaba Eliot, y revocarla en las propias licencias. Lo hizo el también Nobel e influyente reconocido por el propio Márquez, William Faulkner, con su condado imaginario Yoknapatawpha, Onetti con la ciudad de Santa María y Lewis Carrol en su país de maravillas. Lugares alternos de la rebelión donde cabe la sátira, la ironía y la alusión, o el simple símil de otra raza o de otra sociedad con otros tedios y revelaciones como pretexto de la representación, el viejo canon de Tolstoi para representar el universo desde el conocimiento exacto de una aldea.
Macondo sobrepasaba el símil y representaba también los intersticios de la guerra de los mil días con la sutileza de un símil con suerte, el folclor y la pirotecnia de su cultura que absorbió desde la lengua de sus tías maternas, entre el sopor del magdalena, cuando narraban las estrambóticas historias del pasado con la naturalidad de una oratoria ancestral. Fue esa lengua natural la que afinó García Márquez sin la pretensión de los recursos forzados. Amaestró la oralidad con el ritmo que afinó, tal vez, escuchando las sinfonías de Bartok y los preludios de Debussy, que repetía mientras sostenía el pulso salvaje de sus páginas entrecortadas por las comas y el vértigo.
El Patriarca, que alguna vez decidió escribir para retar la sentencia de Eduardo Zalamea, en la que aseguraba que no existían en Colombia jóvenes literatos con talento, ha muerto. Las generaciones emergentes, algunas muertas por la influencia brutal de su lenguaje, tienen la estricta obligación de emularlo.