Desde que Richard Nixon declaró la guerra total contra las drogas en 1971, anunciando en un lenguaje estrictamente policial el objetivo de la persecución contra el enemigo principal de la nación, el libreto del fracasado ha sido cumplido ininterrumpidamente en Colombia, principal productor de drogas del mundo, con todos los muertos lanzados al absurdo de un fenómeno sin fin. Una catástrofe humanitaria que ha querido invisibilizarse bajo la solemnidad de un objetivo político, dirigido y coordinado por la potencia que hecho de sus obsesiones un mecanismo de presión con la saga de gobiernos indolentes que han trabajado también para sus propios réditos, sin que importen nunca y demasiado las cifras demenciales de la tragedia alterna; una solución más destructiva que las víctimas del consumo.
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Desde que Richard Nixon declaró la guerra total contra las drogas en 1971, anunciando en un lenguaje estrictamente policial el objetivo de la persecución contra el enemigo principal de la nación, el libreto del fracasado ha sido cumplido ininterrumpidamente en Colombia, principal productor de drogas del mundo, con todos los muertos lanzados al absurdo de un fenómeno sin fin. Una catástrofe humanitaria que ha querido invisibilizarse bajo la solemnidad de un objetivo político, dirigido y coordinado por la potencia que hecho de sus obsesiones un mecanismo de presión con la saga de gobiernos indolentes que han trabajado también para sus propios réditos, sin que importen nunca y demasiado las cifras demenciales de la tragedia alterna; una solución más destructiva que las víctimas del consumo.
Los gobiernos han querido entregarle a los republicanos y demócratas, según sus periodos sucesivos en el poder, los alias y los peces gordos capturados por las fuerzas especiales de sus compromisos adquiridos. Nombres y capos que han sido infinitamente sucedidos por subalternos y lugartenientes multiplicados en las estructuras que han aparecido al mismo ritmo de las ganancias abultadas que el negocio sigue generando mientras persista en la sombra. Los escurridizos jefes del mercado han entendido progresivamente que la visibilidad de los antiguos carteles, con rostros, lujos encandilantes y espíritus ultravengativos, es la estrategia directa al suicidio y al rápido final de sus imperios, y han ajustado todas las tácticas de la mafia a las microestructuras del tráfico silencioso, con reducciones de alianzas y proveedores para impedir las altas probabilidades del seguimiento, mientras las fuerzas del orden intentan combatirlas con las tácticas tradicionales de una orden injustificada de persecución eterna y sin resultados contundentes. Los cultivos ilícitos tienen aún la complejidad de la demanda contra la ausencia prolongada de un Estado que dejó a las comunidades a la suerte del provecho de los contextos abiertos durante todas las décadas en que el auge del mercado internacional acaparó todos los frentes de su subsistencia entre cultivos sobre tierras ajenas. Son ellos, los más vulnerables de la espiral indiferente y justiciera de la persecución, las víctimas sin voz de un estado penal punitivo y sumiso al capricho de la obsesión del norte que no declina para no ceder ante la idea definitiva de la derrota.
Sin mayores respuestas de los gobiernos locales ante el drama creciente del número de muertos, caídos todos en el cruce de las balas de un negocio sin regulación, han continuado la fórmula inútil de la insistencia combativa, aunque sepan, desde los mismos inicios de la confrontación, que la guerra había nacido perdida. Estados Unidos insiste en reducir las cifras de sus víctimas (70 mil muertos anuales por sobredosis) y su fuga astronómica de dólares al otro lado de un continente que pone a su vez los ceros infinitos y extendidos de los cuerpos anónimos bajo los intereses de una economía de guerra que los políticos han ajustado muy bien a su favor, reduciendo las complejidades y exigencias sociales a un fórmula simple y gestante de votos a falta de programas estructurales.
Todos los millones de dólares lanzados al espectro de ese enemigo volátil siguen al ritmo perdido de las hectáreas multiplicadas de los cultivos. Aún con los antecedentes del cacareado y estridente Plan Colombia y con todos los impulsos enceguecidos de Trump y las renovaciones discursivas de Biden, 4.000 hectáreas más se han esparcido bajo los aviones enfermizos del glifosato y los recursos tecnológicos de la persecución, abriendo el abismo de un libreto del fracaso anunciado desde sus principios. Solo la regulación desde la legalización puede reducir la catástrofe alterna, y es en los nuevos paradigmas del progresismo latinoamericano donde deberá definirse su transición, ahora que todos los bastiones unidos de la derecha reduccionista intentarán convertir esa única fórmula restante en la última posibilidad de sobrevivir a la política, negados a aceptar la pérdida total de todos los recursos, las tácticas y los esfuerzos.