A nadie parece escandalizar que, a estas alturas del siglo XXI, el lema de una institución estatal como la Policía Nacional de Colombia siga siendo “Dios y patria” o que en los juramentos de esa misma Policía se siga invocando a Dios en cada acto público.
Más revuelo causó, al menos en ciertos sectores, que el director de la Policía Nacional, general Henry Sanabria, ofreciera una entrevista, portando su uniforme, a un medio de comunicación nacional de gran difusión para dar a conocer sus opiniones personales (esto es, privadas), aunque consciente siempre de ser una figura pública: «Nosotros somos políticos, no somos deliberantes», sostuvo en la entrevista. Hablaba pues en calidad de servidor público, como vocero de la institución que dirige y haciendo notar el cargo y la dignidad que ostenta, pero anteponiendo en todo momento sus creencias religiosas a las consideraciones y a los deberes propios de su cargo.
Por eso mismo resultó de tal gravedad que a lo largo de la entrevista sacara a relucir, en calidad de funcionario, sus prejuicios y sus creencias. Prejuicios y creencias que atentan contra la Constitución Política de Colombia y contra la dignidad de colectivos enteros discriminados por las declaraciones vulgares, retardatarias y muchas veces ignorantes del general Sanabria.
Calificó, por ejemplo, el uso del preservativo no como un método anticonceptivo, sino como un método abortivo; a la pregunta de por qué hay tantos miembros de la Policía contagiados con VIH respondió “lastimosamente, como somos tantos, hay una comunidad LGBTIQ grande en la institución”; apeló a sus creencias religiosas para defender sus sofismas (en este caso sobre el aborto): «Es un derecho, por supuesto, de acuerdo con la Corte Constitucional. Desde el punto de vista teológico, hay otra lectura»; y un triste etcétera.
Las declaraciones fueron criticadas, como era de esperarse, por algunas personalidades políticas: la alcaldesa de Bogotá, el presidente del Congreso de la República. Lo grave, sin embargo, es que fueron avaladas por el presidente de la República y por muchos de sus copartidarios.
Claro que en Colombia hay libertad de cultos, pero esas creencias que cada quien puede tener y defender en la vida privada nunca pueden estar por encima de los mandatos de la Constitución Política, que en Colombia es norma de normas. Resulta muy grave, entonces, que este tipo de transgresiones y de extralimitaciones las sigan tolerando los altos cargos políticos del país.
Esta discusión nos retrotrae a la distinción entre el uso público y el uso privado de la razón que hace siglos señalara Immanuel Kant. Recordará el lector la solución que da el filósofo de Königsberg cuando para alguien se muestran insalvables las diferencias entre lo que manda el deber público y lo que le dictan sus creencias privadas: debe renunciar.
A nadie parece escandalizar que, a estas alturas del siglo XXI, el lema de una institución estatal como la Policía Nacional de Colombia siga siendo “Dios y patria” o que en los juramentos de esa misma Policía se siga invocando a Dios en cada acto público.
Más revuelo causó, al menos en ciertos sectores, que el director de la Policía Nacional, general Henry Sanabria, ofreciera una entrevista, portando su uniforme, a un medio de comunicación nacional de gran difusión para dar a conocer sus opiniones personales (esto es, privadas), aunque consciente siempre de ser una figura pública: «Nosotros somos políticos, no somos deliberantes», sostuvo en la entrevista. Hablaba pues en calidad de servidor público, como vocero de la institución que dirige y haciendo notar el cargo y la dignidad que ostenta, pero anteponiendo en todo momento sus creencias religiosas a las consideraciones y a los deberes propios de su cargo.
Por eso mismo resultó de tal gravedad que a lo largo de la entrevista sacara a relucir, en calidad de funcionario, sus prejuicios y sus creencias. Prejuicios y creencias que atentan contra la Constitución Política de Colombia y contra la dignidad de colectivos enteros discriminados por las declaraciones vulgares, retardatarias y muchas veces ignorantes del general Sanabria.
Calificó, por ejemplo, el uso del preservativo no como un método anticonceptivo, sino como un método abortivo; a la pregunta de por qué hay tantos miembros de la Policía contagiados con VIH respondió “lastimosamente, como somos tantos, hay una comunidad LGBTIQ grande en la institución”; apeló a sus creencias religiosas para defender sus sofismas (en este caso sobre el aborto): «Es un derecho, por supuesto, de acuerdo con la Corte Constitucional. Desde el punto de vista teológico, hay otra lectura»; y un triste etcétera.
Las declaraciones fueron criticadas, como era de esperarse, por algunas personalidades políticas: la alcaldesa de Bogotá, el presidente del Congreso de la República. Lo grave, sin embargo, es que fueron avaladas por el presidente de la República y por muchos de sus copartidarios.
Claro que en Colombia hay libertad de cultos, pero esas creencias que cada quien puede tener y defender en la vida privada nunca pueden estar por encima de los mandatos de la Constitución Política, que en Colombia es norma de normas. Resulta muy grave, entonces, que este tipo de transgresiones y de extralimitaciones las sigan tolerando los altos cargos políticos del país.
Esta discusión nos retrotrae a la distinción entre el uso público y el uso privado de la razón que hace siglos señalara Immanuel Kant. Recordará el lector la solución que da el filósofo de Königsberg cuando para alguien se muestran insalvables las diferencias entre lo que manda el deber público y lo que le dictan sus creencias privadas: debe renunciar.