Atalaya

El vuelo de Europa

Juan David Zuloaga D.
24 de agosto de 2017 - 03:00 a. m.
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Pertenece Adan Kovacsics a esa estela silenciosa de los traductores cuyo oficio nos prodiga horas luengas de felicidad que de otra manera nos estarían vedadas. Como no es posible aprender todas las lenguas que en el mundo han sido, quienes tienen la fortuna de conocer al menos dos con solvencia y precisión vierten páginas de idiomas extranjeros a la lengua materna en una labor paciente y encomiable que en ocasiones no es inferior a la que realiza el autor y en ocasiones es decididamente superior.

Quien sea lector de la literatura húngara o de la alemana, con mucha probabilidad se habrá cruzado alguna traducción de Kovacsics, aunque, labor silenciosa y a veces malagradecida, puede ser que hasta hoy el lector lo ignore, como le ocurría a aquel personaje de Molière que hablaba en prosa sin saberlo. Digo que es probable que haya leído alguna de sus muy cuidadas y muy logradas traducciones, porque entre ellas se cuentan obras de Kraus, Canetti, Zweig, Kafka, Goethe… y también el diario que durante el régimen del Tercer Reich llevó el filólogo Victor Klemperer, y en la lengua húngara versiones españolas de Kertész y de Földényi.

Pero si su labor constante y silenciosa de traductor preciso y esmerado ha opacado su faceta de ensayista y de escritor al menos no la ha estorbado del todo, pues es Adan Kovacsics el autor de Guerra y lenguaje. Además de sus ensayos sesudos, detallados, geniales, es autor de ficciones deliciosas, sutiles, memorables. La más reciente de todas es un libro de relatos, independientes aunque admirablemente entrelazados, que llevan por título El vuelo de Europa.

Se trata de un libro compuesto por cinco nouvelles en donde se entrevera lo real con lo onírico, lo inefable con lo maravilloso. Páginas que bien podrían ser eco acertadísimo de ese viejo lema que propugna el arte por el arte y que devuelven al lector la emoción y la fe en la literatura; páginas, también, que rebosan sutil y penetrante filosofía, como cuando el autor nos habla de su teoría sobre el amor absoluto. Páginas hermosas, espléndidas, como aquellas en las que un personaje del libro nos dice de sus experiencias místicas.

Se impone al autor la titánica e improbable tarea de narrar lo inenarrable, de decir lo indecible. Recuerda tal empresa, claro, las mejores páginas del Doctor Faustus de Thomas Mann en las que un azorado Adrián Leverkühn le pregunta al demonio cómo es el infierno, para intentar sopesar si esos suplicios eternos pueden compensar las dádivas terrenas que éste le ofrece. El infierno, amigo —le responde, o creo recordar que le responde—, el infierno no puede narrarse con palabras, todo lo que allí sucede se desarrolla en unos dominios que caen fuera de la palabra y en donde las vicisitudes del mundo no dan cuenta de lo que allí acaece. Todo lo que allí sucede es inefable. Y comienzan entonces las mejores páginas de la obra, en las que un virtuosísimo Thomas Mann dice lo indecible y narra lo inenarrable.

Pues precisamente a estas páginas me recordaron las logradísimas líneas del relato. Esa fue la labor improbable en la que se embarcaron Mann y Kovacsics en sendas obras. Creo que el lector coincidirá conmigo si afirmo que esa labor inverosímil de decir lo inefable uno y otro la cumplieron.

@Los_atalayas, atalaya.espectador@gmail.com  

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