Las actividades humanas, principalmente a través de las emisiones de gases de efecto invernadero, han causado de forma inequívoca el aumento en la temperatura media de la Tierra. El incremento desde 1970 ha sido más rápido que en cualquier otro período de 50 años durante al menos los últimos dos milenios. Ese cambio climático está aumentando la intensidad de fenómenos meteorológicos extremos en todas las regiones del planeta, provocando pérdidas humanas y materiales, y afectando la seguridad alimentaria, el suministro de agua, la salud humana y la estabilidad económica y social. En pocas palabras, los humanos hemos alterado la estabilidad climática que ha permitido a nuestra especie crecer y prosperar.
Las principales acciones frente a esta amenaza son la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero y la disminución de las demandas de energía. Más de tres cuartas partes de las necesidades energéticas mundiales se cubren quemando combustibles fósiles, pero este uso emite gases de efecto invernadero. La “transición energética” no es otra cosa que cambiar el carbón, el petróleo y el gas por viento, luz solar, flujos de agua y reacciones nucleares como fuentes de energía. Esa transición puede garantizar la mitigación de los efectos del calentamiento global. Sin embargo, como señalaba uno de mis estudiantes al hablar de la tercera ley de la termodinámica, “nada es gratis en esta vida, profe”.
La transición energética mundial requiere la explotación intensiva de recursos naturales. Los vehículos eléctricos, las baterías, los sistemas solares fotovoltaicos (paneles solares), las turbinas eólicas y las tecnologías del hidrógeno requieren una cantidad de metales significativamente mayor que sus alternativas convencionales para sustituir el uso de combustibles fósiles. Lo que genéricamente se llaman “metales” son litio, cobalto, níquel, aluminio, cobre y elementos de tierras raras (15 lantanoides más escandio e itrio, por si le preguntan en un coctel). Todos ellos están experimentando una aceleración en el crecimiento de la demanda.
La transición a las llamadas “energías limpias” no es el paso de una economía extractivista a un mundo en que vivimos del Sol y el agua como lo han hecho las plantas durante cientos de millones de años. Es una transformación del mercado global de materias primas que está produciendo cambios económicos y políticos extraordinariamente complejos, con consecuencias sobre las comunidades humanas y el mundo natural. Por ejemplo, el litio necesario para la fabricación de baterías y paneles solares se extrae de las salmueras, un líquido salado que se encuentra en yacimientos superficiales o subterráneos. Ese líquido se bombea y se coloca en piscinas donde el agua puede evaporarse, dejando atrás el litio y otros elementos. El proceso requiere cantidades masivas de agua dulce, escasa en las regiones áridas donde se encuentran los yacimientos, secando comunidades humanas y de vida salvaje, como ya está sucediendo en Chile. El ácido sulfúrico y el hidróxido de sodio utilizados en la extracción del litio penetran en el suelo y el agua, envenenando ecosistemas y poniendo en peligro a las especies.
El problema, entonces, no es solamente hacer la transición energética, sino cómo la hacemos. Alcanzar un mundo en que la humanidad logra sustituir la mayoría de sus combustibles fósiles por alternativas renovables requiere lo mejor de nuestro ingenio tecnológico y político. ¿Estamos formando a nuestros futuros dirigentes, ingenieros, técnicos, científicos y ciudadanos con esa perspectiva o tendrán que enterarse solos de que vivirán un futuro peor que el de sus padres? Más vale responder esa pregunta muy pronto. De lo contrario, cada uno está por su cuenta y el planeta está contra todos.