La invención de la tradición
Juan Diego Soler
Hace diez días, la selección masculina de fútbol de Colombia saltó a la cancha del Estadio Metropolitano Roberto Meléndez vistiendo una camiseta blanca con los colores de la bandera en una banda sobre el pecho. La inusual camiseta, inspirada por el modelo que vistió la selección durante su primera Copa América, en 1945, fue anunciada como un “homenaje histórico” para celebrar los cien años de la Federación Colombiana de Fútbol. Pero ni esa institución tiene esos años, ni la historia es tan simple, como bien lo recordaron Felipe Valderrama, Alejandro Pino Calad y otros tantos que cuentan las historias de Colombia.
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Hace diez días, la selección masculina de fútbol de Colombia saltó a la cancha del Estadio Metropolitano Roberto Meléndez vistiendo una camiseta blanca con los colores de la bandera en una banda sobre el pecho. La inusual camiseta, inspirada por el modelo que vistió la selección durante su primera Copa América, en 1945, fue anunciada como un “homenaje histórico” para celebrar los cien años de la Federación Colombiana de Fútbol. Pero ni esa institución tiene esos años, ni la historia es tan simple, como bien lo recordaron Felipe Valderrama, Alejandro Pino Calad y otros tantos que cuentan las historias de Colombia.
Una “tradición inventada” es un conjunto de prácticas que siguen normas aceptadas colectivamente y tienen carácter ritual o simbólico. Estas pretenden inculcar ciertos valores de comportamiento por repetición, estableciendo una continuidad con el pasado. Un pasado histórico escogido. Esa definición, que parafrasea la introducida por el historiador Eric Hobsbawm en 1983, se aplica al ritual nacional más popular: los partidos de la selección. “Hay que ponerse la camiseta”, simbólica y literalmente, estableciendo una comunidad artificial. ‘Unidos por un país’ escrito en la nuca de la prenda, inculcando la unión alrededor del equipo y la convención de ese comportamiento. Y, cumpliendo con las categorías descritas por Hobsbawm, legitimando una autoridad, que no es la patria porque al fin y al cabo en el lugar del corazón no dice Colombia sino Federación Colombiana de Fútbol.
Cuando se menciona Escocia, se piensa en música de gaita y la falda escocesa, el kilt, cuyo color y patrón presuntamente representa un clan. Sin embargo, esos símbolos, a los que se atribuye una gran antigüedad, son recientes y ciertamente no identificaban a los escoces durante la batalla de Stirling en 1297, como lo sugiere la película Corazón Valiente. El blanco del vestido de novia no es un antiquísimo símbolo de pureza sino el reflejo del traje de la Reina Victoria en su matrimonio, difundido por el mundo gracias a la extensión planetaria del Imperio Británico y al surgimiento de la fotografía. La leyenda de los Guerreros del Arcoíris, según la cual las almas de los nativos americanos regresarían en cuerpos de todos los colores para enseñar a los pueblos del mundo a amar y respetar a la Madre Tierra, no viene de los pueblos Hopi o Cree sino de un tratado cristiano evangélico de 1962. Este mito inventado, del que proviene el nombre de la nave insignia de la organización ambientalista Greenpeace, el Rainbow Warrior, perpetúa la idea de que los pueblos ancestrales, o primeras naciones, son los elegidos para arreglar el desastre producido por la sociedad industrial y nuestra profunda ignorancia sobre el mundo natural.
Estos días, cuando se celebra la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Biodiversidad (COP16) en Cali, uno de los temas clave es el plan para apoyar a los pueblos indígenas, sus territorialidades y sus derechos para que sean actores fundamentales en el cuidado de la diversidad biológica. Ya es hora de que los veamos como protagonistas en la vanguardia de nuestra relación con el mundo natural y no como “guerreros del arcoíris” llamados a dotar de espiritualidad y significado a nuestras vidas urbanas. De la misma forma en que el fútbol colombiano necesita una liga profesional femenina más que una nueva camiseta, los pueblos indígenas necesitan más que el fetiche que por estos días reviste a la palabra “ancestral”. Sin el reconocimiento permanente de la voz de estas comunidades y la garantía de los recursos para financiar sus planes de trabajo, esa sublimación de lo ancestral, con su necia antipatía por la ciencia occidental y la idealización de las comunidades indígenas, es aún más vacía.