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No es fácil dedicarse a entender lo que existe más allá de la atmósfera. Menos en un país como el nuestro. Pero, a veces, aparecen almas que no se resignan a que la ciencia sea un privilegio de los países industrializados, esos en donde parecen inventar el progreso que nos llega de segunda mano. Uno de ellos fue el mexicano Guillermo Haro Barraza. Su historia llega de la pluma de su compañera en esa empresa quijotesca de hacer ciencia en nuestro idioma y en un país como el nuestro, la novelista Elena Poniatowska en su libro El universo o nada.
Guillermo Haro pudo haber sido uno de tantos niños latinoamericanos que sueña con el firmamento sin que ese sea un lugar en el que sean bienvenidos. Quiso el destino que, tras sus estudios de filosofía, se cruzara con el político, ingeniero y escritor Luis Enrique Erro Soler, quien tras el exilio durante los remezones posteriores a la Revolución Mexicana regresó a su país como asesor de la Secretaría de Educación Pública y después, como consejero presidencial, impulsó la construcción de un observatorio astronómico de clase mundial en México: el Observatorio Astrofísico Nacional de Tonantzintla en el estado de Puebla.
Años después, ya oficiando como director en Tonantzintla tras su distinguida labor en el Observatorio del Harvard College, Haro explicaría lo que significa esa institución para su país. “Cuando los gajos de nuestras cúpulas se abren, los telescopios recorren el mismo cielo que observan los astrónomos soviéticos y los angloamericanos, los ingleses, los alemanes, los franceses y los chinos; (…) Al dirigirnos al cielo, a ese cielo formado de la misma materia que el astrónomo, pensamos en la unidad física de nuestro universo y en la necesidad de entendimiento, de colaboración y de paz que deben reinar entre los hombres”. Pero lejos de vivir entre las nubes, la luna y las estrellas; apartado de este mundo y sus miserias, el astrónomo parquea sus pies en la Tierra; “Desde nuestra loma también vemos al hombre trabajar la tierra sin que resulte beneficiado por elementos importantes de modernidad”.
Tanto como se preocupó por los hallazgos en el firmamento, Haro no se conformaba con que los avances de la ciencia estuvieran fuera del alcance de su país. Fue protagonista en poner a México en el mapa de la astronomía mundial con sus descubrimientos desde Tonantzintla. Impulsó los observatorios en la Sierra de San Pedro Mártir, Baja California y Cananea, Sonora. Facilitó los estudios de decenas de técnicos y científicos mexicanos en el exterior. Tras su regreso, la labor de muchos de ellos demostró que allí se podía hacer ciencia de punta. Al transportar las piezas ópticas para el telescopio de Cananea, no muy lejos de la frontera con Estados Unidos, los aduaneros mexicanos en la carretera exigieron los documentos de importación porque no creían que instrumentos de tal calidad se pudieran hacer en México.
Hacer que creamos que se puede hacer ciencia fue una misión que consumió la vida de Haro y aún consume la de otros tantos en nuestros países. “Se necesitan laboratorios para que no se sientan Robinson Crusoe quienes regresan después de terminar su doctorado…”. “¡Ojalá no fuésemos todos más que buenos operarios! Echamos a perder nuestras observaciones porque no queremos ver y vamos a todos partes cargados con un arsenal de filosofía y de hipótesis”. Nos habla desde hace más de medio siglo y desde otra latitud, pero sus palabras resuenan en un país acostumbrado a ver la ciencia con mentalidad de tendero, esperando a ver qué renta le da en un año. “El objetivo de la educación es muy simple: producir ideas que lleven a acciones”, esas que hablan más que el frágil orgullo nacional herido cuando la mayoría parece resignada a que el progreso venga de otro lado.
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