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En enero de 1951, Henrietta Lacks, una joven madre de cinco hijos, acudió al Hospital Johns Hopkins aquejada por una hemorragia. En aquella época, esa institución era uno de los pocos hospitales que trataba a afroamericanos de escasos recursos en la ciudad de Baltimore, a unos sesenta kilómetros de la capital de Estados Unidos. Tras el diagnóstico de un tumor maligno en el cuello uterino, la señora Lacks comenzó un tratamiento con radiación. Días después, fue dada de alta con instrucciones de volver para someterse a tratamientos adicionales. Durante esas visitas, se tomaron sin su consentimiento muestras del tejido canceroso. Las células en esas muestras cambiaron la historia de la medicina.
Las células humanas sobreviven apenas unos días por fuera del organismo. Lograr que se multipliquen es casi imposible. Eso complica los estudios de los efectos de distintos compuestos químicos en los tejidos vivos, un paso crucial para evaluar la efectividad de nuevas terapias en humanos. Hacia finales del siglo XIX, fisiólogos en Europa habían logrado preservar tejidos animales vivos durante algunos días usando soluciones salinas. Alrededor de 1910, el biólogo Ross G. Harrison demostró en Johns Hopkins que podía mantener el crecimiento de células de embriones de rana. Sin embargo, hacia mediados del siglo XX, un equivalente para células humanas era aún un desafío.
Para agosto de 1951 la señora Lacks recibía el mejor tratamiento médico disponible en la época, pero su condición empeoraba. Una muestra de sus células cancerosas, extraídas durante una biopsia, llegó al laboratorio de tejidos del doctor George Gey. Después de ocho años alternando sus estudios de medicina con el trabajo de albañil para pagar la matrícula en Johns Hopkins, Gey había comenzado a enseñar en esa universidad y había desarrollado un laboratorio para cultivar tejidos vivos. Su asistente, Mary Kubicek, recibía habitualmente muestras de tejido canceroso para hacerlas crecer en laboratorio. Casi inmediatamente Kubicek notó que las células de la señora Lacks no se parecían a ninguna otra que hubiera visto jamás. Mientras que otras células morían, estas se duplicaban cada 20 o 24 horas.
Henrietta Lacks falleció el 4 de octubre de 1951 a causa de una septicemia inducida por el tumor que para entonces se extendía por su cuerpo. El doctor Gey había comenzado ya a multiplicar las células que apodó “HeLa” y las distribuyó de forma gratuita a laboratorios de todo el mundo. Hacia 1953, las células HeLa comenzaron a producirse en masa para las pruebas de la vacuna contra el virus causante de la poliomielitis, una extendida enfermedad causante de innumerables casos de parálisis infantil. Menos de un año después, la vacuna estaba lista para las pruebas en humanos. La polio es hoy es un fantasma del pasado gracias a esa vacuna.
Hoy en día, las células HeLa, se utilizan para estudiar los efectos de toxinas, fármacos, hormonas y virus en el crecimiento de células cancerosas sin experimentar con seres humanos. Se han utilizado para probar los efectos de radiaciones y venenos, estudiar el genoma humano, investigar el funcionamiento de los virus y desarrollar vacunas, entre ellas las que permitieron controlar la pandemia de COVID-19. La historia de Henrietta Lacks no se dio a conocer sino hasta 2010, cuando la periodista Rebecca Skloot publicó su investigación del caso. Las HeLa son el cultivo celular más antiguo del mundo y es aún uno de los más utilizados. Hacen parte del patrimonio científico de la humanidad y han ayudado a salvar millones de vidas en todo el mundo. Y entre todas las velas que se encienden todos los días pidiendo milagros a santos y espíritus ancestrales, ¿cuántas se iluminan por Henrietta Lacks?