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El universo se expande. Es el dato más difundido de la cosmología, la rama de la física que estudia el universo como un todo. Hoy se enseña en colegios, se referencia en películas y hace parte de ese mosaico de información que llamamos cultura popular. Hace apenas unos días, esa idea volvió a los titulares, cuando el mapa tridimensional más grande de nuestro universo jamás realizado reveló que esa historia aún no se ha terminado de escribir.
Hace poco más de un siglo, el estudio del universo en su totalidad pertenecía al ámbito de la teología o la filosofía. Entonces llegó Albert Einstein y, en 1916, su teoría de la relatividad general. Al refinar las ideas sobre la gravedad que Isaac Newton publicó en 1687 con los hallazgos sobre la luz, la electricidad y el magnetismo producidos durante el siglo XIX, Einstein forjó una herramienta para estudiar el universo a gran escala. En la relatividad general, la geometría del universo está relacionada con la materia y energía en su interior.
Cuando usted se despierta todos los días e intenta remontar las calles de su ciudad para llegar al colegio o a la oficina, el tiempo y el espacio son referencias fijas, como las líneas de una página cuadriculada invisible en las que transcurre su historia. Eso es suficiente para nuestra vida cotidiana. Sin embargo, no explica por qué un reloj en el despacho presidencial no sigue el mismo ritmo que uno en un barco en altamar. La relatividad permite entender el efecto de la gravedad en un reloj, algo fundamental para los sistemas de posicionamiento global en los que depende el comercio global, y entender que el universo no es inmutable.
A comienzos del siglo XX, Henrietta Swan Leavitt descubrió en el Observatorio del Harvard College un método para medir las distancias que nos separan de otras galaxias. Algunos años después, Vesto Slipher, en el Observatorio Lowell, descubrió cómo medir su movimiento respecto a nosotros. En 1929, Edwin Hubble usó la relación entre esas observaciones y otras nuevas para concluir que el universo a gran escala se está expandiendo, una idea sugerida poco antes por el físico y sacerdote belga Georges Lemaître. Para reconciliar esa expansión cósmica con la teoría de Einstein hacía falta introducir un término en la ecuación: una constante cosmológica, el artificio matemático que hoy llamamos energía oscura.
No sabemos la naturaleza de la energía oscura, es apenas un nombre para domesticar nuestra ignorancia. Pero el bautismo no es resignación. El desarrollo de instrumentos cada vez más potentes ha permitido expandir el rango de las observaciones a más galaxias en un creciente rango de distancias. En 1998, dos equipos de investigadores descubrieron independientemente que la expansión del universo no es constante sino que se está acelerando. ¿Por qué? No sabemos y por eso seguimos midiendo el cielo.
La semana pasada, la colaboración del Instrumento Espectroscópico de Energía Oscura (DESI), un telescopio robótico en la cima de Pico Kitt en el desierto de Sonora, presentó las observaciones de 15 millones de galaxias, un censo sin precedentes para rastrear la influencia de la energía oscura durante los últimos once mil millones de años. Los datos indican que la energía oscura podría estar evolucionando con el tiempo en formas inesperadas. El resultado es controversial porque evidencia tensiones en el modelo matemático que conecta observaciones del universo a gran escala (desde la abundancia de elementos químicos a la distribución de galaxias, la expansión del universo y el baño de radiación de microondas que permea el espacio). Es prematuro aceptar esta evidencia sin entender los aspectos técnicos de este inmenso volumen de datos, pero este resultado nos recuerda que la comprensión del universo no está solidificada en un Génesis. Mientras el mundo se acostumbra a producir y repetir certezas, la naturaleza nos recuerda que la ignorancia humana es una condición inevitable, pero se puede mitigar levantando de vez en cuando la mirada.
