Por los siglos de los siglos

Juan Felipe Carrillo Gáfaro
17 de diciembre de 2019 - 06:00 p. m.

A principios de este año la película francesa Por la gracia de Dios ganó el gran premio del jurado en el festival de cine de Berlín. En este periodo de novenas, ir a ver la película es quizás uno de los mejores homenajes que se le pueden hacer al Niño Dios. Como lo muestra el tráiler, la cinta trata de los múltiples casos de pedofilia realizados por el cura Bernard Preynat entre los años 70 y 90 y la pasividad de la diócesis de Lyon para actuar en su contra. La resiliencia de muchas de las víctimas hizo visible, a través de la asociación La parole libérée, los diferentes casos de violencia sexual perpetrados por el clérigo. En la página web de la asociación se pueden leer en detalle 19 testimonios del infierno que vivieron cada una de las víctimas en ese entonces y que permitieron la expulsión de Preynat del estado clerical. Los testimonios también son una prueba contundente para que la iglesia asuma con mayor ahínco su responsabilidad en estos crímenes. El trabajo que existe detrás de la asociación es enorme, muy valiente y admirable, y lleva a su máxima expresión muchos de los valores religiosos que supuestamente pregona el catolicismo pero que, por andar tapando este tipo de historias, se han ido al traste.

En mi condición de colombiano, católico y bautizado porque sí (como una buena parte de nuestra sociedad), películas como esta me invitan a abrir bien los ojos. Debo aceptar que con el tiempo mi respeto por la Iglesia católica como institución ha ido desapareciendo y lo poco que queda está atado a una fe que en algún momento aprendí a interiorizar y que hoy en día busca trascender cualquier doctrina religiosa. Debo reconocer, so pena de hacerme azotar por unos cuantos fieles, que no le creo mucho a la Iglesia cuando dice tener este tema bajo control y cuando intenta mostrarse firme para combatir estos crímenes. Por fortuna, dentro de la estructura aún existen párrocos que no solo se oponen a la postura poco clara de sus superiores, sino que además luchan por evitar estos flagelos y defender esa imagen negativa que se ha creado a su alrededor. Sin embargo, esta oposición y esta lucha no son ni serán suficientes para contrarrestar todo el mal ocasionado por esta institución creada en teoría para hacer el bien. De hecho, no me extrañaría que en un país como el nuestro, que tantas bolas les para a las majaderías eclesiásticas, este tipo de agresiones sean pan de cada día.

Los dos principales periódicos colombianos han hecho en los últimos meses un trabajo concienzudo para intentar desenredar esta madeja e ir haciendo visible la compleja red de abuso de poder y manipulación que se esconde detrás de estos casos. Aún así, creo que lo que se alcanza a ver de este iceberg es demasiado pequeño para confiar que lo sucedido a gran escala en otros países no esté pasando en Colombia. De hecho, como bien lo muestra la ONG británica Child Rights International Network (CRIN) a través del informe titulado La tercera oleada: justicia para los sobrevivientes de abuso sexual infantil en la Iglesia católica de América Latina, Colombia es uno de los cuatro países del continente donde se ha empezado a romper el silencio. Un ejemplo de lo anterior es el libro Dejad que los niños vengan a mí del periodista Juan Pablo Barrientos. En ese sentido, es importante que las víctimas se sientan apoyadas para tener la fuerza suficiente que les permita denunciar lo sucedido y, como en el caso de las personas de La parole libérée, trabajar en aras de la justicia y la no repetición. Sin duda, la única manera de destapar estas ollas podridas es hablando y haciendo visible lo que se ha vivido por los siglos de los siglos. Ya es hora de que muchos de los archivos que esconden a estos criminales sean revelados.

La Navidad se acerca a pasos agigantados y no sería coherente celebrarla sin pensar en todas las víctimas de estos abusos. No tendría sentido rezarle al Niño Dios si no miramos con desconfianza lo que se ha hecho en su nombre. En esta época de cambios, de intenciones progresistas, de deseos de libertad y de paz, no sobraría reducir a su justa medida la influencia que ha tenido desde principios del siglo XIX la práctica religiosa en la construcción de nuestra identidad nacional. Esa misma práctica que apoyó en su momento la Independencia y se instaló de manera inamovible en el núcleo de los hogares colombianos. No pretendo eliminar ni la fe y mucho menos la espiritualidad que transmite esa fe en cada uno de los que somos creyentes. Lo último que quiero es dejar de rezar la novena, cantar villancicos y transmitir a mis hijos la magia de creer. Solo intento hacer ver, como es evidente, que los tiempos en Colombia están cambiando y que ese cambio debe colocar en su lugar todo tipo de maniqueísmo a ultranza, todo tipo de moral religiosa que presume separar el bien del mal en el papel, pero en la práctica hace todo lo contrario.

Soy consciente de que esta columna me hará acreedor a un par de críticas: enhorabuena, nada mejor que un poco de reflexión y de interiorización para ir cerrando el año. Nada mejor que poner el dedo sobre ciertas llagas para apoyar todas esas causas justas por las que se está luchando en Colombia: el respeto a la vida, el respeto a la diversidad en todo sentido, la necesidad de un Estado más honesto, la batalla contra el machismo y la oposición a los que utilizan el poder para cubrir crímenes y pasar por encima de los demás a cualquier precio. Amén.

@jfcarrillog

 

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