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Juan Francisco Ortega*
Hay quienes, ingenuamente, creen que el negocio de la industria farmacéutica se centra, primordialmente, en curar a las personas.
En los años80, los profesionales de la salud comenzaban a apuntar una relación indiscutible entre el cáncer de pulmón y el consumo de tabaco. Las tabacaleras, en público, no sólo no lo negaban, sino que, por el contrario, afirmaban que el acto de fumar incentivaba las relaciones sociales y la creatividad. Mientras tanto, tal como salió a relucir en EE. UU. durante el primer gran juicio contra Philip Morris, la compañía indicaba a sus directivos que su negocio no era la venta de tabaco sino el suministro de nicotina.
Con la “Gran Farma” ocurre algo parecido. La gran industria farmacéutica se dedica, en su mayor parte, a la creación de nichos de mercado donde se puedan crear clientes, no pacientes, de manera prolongada. Este es su interés primordial. Curar personas a través de determinadas líneas de negocio, que también son rentables, como es el caso de la mayoría de los antibióticos, no es una cuestión primordial. El uso de estos medicamentos es esporádico y, si bien pueden tener un buen mercado alimentando a los sistemas públicos de salud, no es tan rentable como los medicamentos para determinadas enfermedades crónicas. Así, cuando una gran farmacéutica desarrolla un medicamento de última generación —como ha ocurrido en Colombia con una muy conocida molécula que reduce la presión arterial—, la farmacéutica no lo introduce en el mercado de manera automática. Si tiene un medicamente sustituto, aunque sea menos seguro y/o genere peores efectos secundarios, esperará a que se le acabe su período de protección por patente para introducir el nuevo. Los consumidores —que no son pacientes desde esta perspectiva— importan poco. Parecería razonable que, en los diferentes países, comenzara un debate serio acerca los límites que se deben imponer a los derechos de patente de los medicamentos. Algunos dirán que esto ya existe con las licencias obligatorias, un mecanismo por el que los Estados pueden “saltarse” en algunos supuestos estos derechos. Su aplicación es tan difícil que es un canto al sol. Puro humo.
La apertura de estos nuevos nichos de mercado se genera de muchas maneras, pero hay una que, sin duda, es especialmente escandalosa: la creación de enfermedades que parecieran no ser tales. Como dijo en su día Henry Gadsden, el que fuera presidente de Merk: “Mi ilusión no es hacer pastillas para la gente enferma, sino para los que están sanos, ya que estos son muchos más y el negocio se ampliaría exponencialmente”. Lo que era una ilusión se convirtió en realidad. Enfermedades sin pruebas clínicas ni con soporte científico, como el famoso TDAH (Trastorno de Atención Humana), el cual se encuentra en el ojo del huracán, parecen servir de excusa para vender ansiolíticos a niños o jóvenes. Ray Moynihan y Alan Cassels han escrito un libro que lo narra con una crueldad desgarradora (Medicamentos que nos enferman e industrias farmacéuticas que nos convierten en pacientes: el gran engaño). Todo ello, unido al hecho de que el Estado ha dejado la formación de los médicos en manos de los laboratorios farmacéuticos, que de facto son sus vendedores, hace que la realidad se configure como una combinación fatal.
Y por último, la gran tragedia. El Estado —y no sólo aquellos claramente neoliberales sino también los auténticamente sociales— han dejado la investigación únicamente en manos de la industria bajo la creencia dogmática del libre mercado. Si existe una demanda de cura para una enfermedad determinada, las patentes, junto con el libre mercado, actuarán de incentivo para encontrar el medicamento justo. La realidad ha demostrado lo contrario. Lo rentable no es, en muchas ocasiones, curar una enfermedad, sino volver a los enfermos clientes obligatorios. Un coste que, generalmente, y tal como debe ser, pagan los sistemas públicos de salud. Mientras los Estados no sean conscientes de que sólo una inversión pública a largo plazo en investigación romperá esta realidad, la situación permanecerá como está.
Y para muestra, un botón. Sólo el año pasado, el tratamiento contra el cáncer generó unos gastos de 400.000 millones de dólares. En 50 años, su cura ha sido imposible, aunque la mejora en su tratamiento, medicamento patentado uno tras otro, ha sido continuo. El supuesto del VIH no es muy diferente. En 30 años no se ha podido eliminar, pero, desde muy pronto, se pudo detener. Hoy en día, con el tratamiento adecuado, es una dolencia crónica. Un cliente perpetuo. ¿Alguien cree que los titulares de esos enormes beneficios van a privarse de ellos por el bien común?
No obstante, no ocurrió lo mismo con el Ébola. Desde los 70 se conocía su existencia, pero no hubo ningún avance científico. En definitiva, era una enfermedad mortal y rápida que sólo parecía afectar a pequeños núcleos centroafricanos. El problema surgió cuando, a principios de 2014, una plaga llegó a las costas africanas, amenazando con que el virus llegara al primer mundo. Y ese escenario, además de otra tragedia humanitaria, hubiera significado grandes pérdidas de las compañías de seguros de salud, las cuales, en multitud de ocasiones, forman parte de los grupos societarios de los que las “farmas” forman parte. Esta vez, el milagro sí fue posible. En poco más de un año, la vacuna y un tratamiento adecuado existen.
En este tema, sin extremismos pero con seriedad, es necesario replantear las reglas de juego.
* El autor es Doctor en Derecho y Director del Grupo de Estudios de Derecho de la Competencia y de la Propiedad Intelectual de la Universidad de Los Andes.