EL EJERCICIO ES INÚTIL, PERO NAdie nos lo puede prohibir a los lectores de Camus. Imaginar qué hubiera pasado si Camus no llega a morir ese 4 de enero de 1960: nadie nos lo puede prohibir.
Su muerte (ya hablé de ese día en noviembre pasado) nos parece absurda por las circunstancias del accidente: porque Camus no tenía planeado volver en carro a París, sino en tren; porque el carro en que volvió ni siquiera lo manejaba él, sino su editor; porque Camus había declarado públicamente, refiriéndose a un piloto de carreras, que no había manera más absurda de morir que en un accidente automovilístico. Pero la muerte de Camus nos parece absurda también por lo que interrumpió: a pesar de haber recibido ya el premio Nobel, que para muchos es una especie de condena de muerte, Camus estaba vivo, muy vivo, y tenía el escritorio y la vida llenos de proyectos. Un ejemplo sacado del escritorio: el manuscrito que llevaba consigo cuando murió, El primer hombre, que hubiera muy bien podido ser su mejor novela. Un ejemplo sacado de la vida: las conversaciones en que estaba con André Malraux, por entonces ministro de Cultura, para que el ministerio le entregara un teatro y le permitiera dirigir su propio grupo.
El teatro era el gran amor de Camus. Más que la novela, más que el ensayo filosófico, era en el teatro donde se sentía como en casa. “Una escena de teatro es simplemente uno de los lugares donde soy feliz”, dice en una entrevista famosa que dio en 1959. “En la sociedad intelectual, no sé por qué, tengo la impresión de que siempre estoy pidiendo perdón por algo”. Yo sí sé por qué: porque unos años antes había publicado El hombre rebelde, y esa sociedad intelectual de la que habla se le había venido encima con toda la cobardía, la saña, la trapacería, la calumnia, la maledicencia y la deslealtad de que son capaces las sociedades intelectuales. Deprimido, decepcionado, Camus volvió al teatro los últimos años de su vida como si llegara a un refugio. Entre las cosas que llevaba consigo al chocar, además del manuscrito de El primer hombre, había un ejemplar de Otelo, una edición escolar que Camus acababa de anotar. A Camus le gustaba la tragedia clásica: en las mejores, según decía, todos los personajes están justificados, pero no hay ninguno que sea justo.
He estado pensando en esto después de oír la grabación que hizo Camus de El extranjero. Fue en 1954. La voz de Camus, su voz de tenor con acento mediterráneo, es la de un actor, y uno no puede no pensar que fue Camus el primer escogido para actuar en Moderato cantabile, la película de Peter Brook (Camus renunció y lo reemplazó Jean-Paul Belmondo, háganme ustedes el favor). Sí, Camus era un hombre de teatro. Pero podemos ir mas allá: era un hombre de equipo. Como tantos solitarios, Camus adoraba la camaradería. Pienso en eso y repaso La caída. “Aún hoy los partidos de domingo, en un estadio lleno a reventar, y el teatro, que amé con una pasión sin igual, son los únicos lugares del mundo en que me siento inocente”.
Quien habla es Clamence, por supuesto, no Camus. Pero podemos imaginar a Camus leyendo en voz alta el monólogo mientras lo escribía, pensando desde entonces en adaptar la novela al teatro e interpretar a su propio personaje. Lo hubiera hecho de no haber muerto. Pero eso sólo podemos imaginarlo.
EL EJERCICIO ES INÚTIL, PERO NAdie nos lo puede prohibir a los lectores de Camus. Imaginar qué hubiera pasado si Camus no llega a morir ese 4 de enero de 1960: nadie nos lo puede prohibir.
Su muerte (ya hablé de ese día en noviembre pasado) nos parece absurda por las circunstancias del accidente: porque Camus no tenía planeado volver en carro a París, sino en tren; porque el carro en que volvió ni siquiera lo manejaba él, sino su editor; porque Camus había declarado públicamente, refiriéndose a un piloto de carreras, que no había manera más absurda de morir que en un accidente automovilístico. Pero la muerte de Camus nos parece absurda también por lo que interrumpió: a pesar de haber recibido ya el premio Nobel, que para muchos es una especie de condena de muerte, Camus estaba vivo, muy vivo, y tenía el escritorio y la vida llenos de proyectos. Un ejemplo sacado del escritorio: el manuscrito que llevaba consigo cuando murió, El primer hombre, que hubiera muy bien podido ser su mejor novela. Un ejemplo sacado de la vida: las conversaciones en que estaba con André Malraux, por entonces ministro de Cultura, para que el ministerio le entregara un teatro y le permitiera dirigir su propio grupo.
El teatro era el gran amor de Camus. Más que la novela, más que el ensayo filosófico, era en el teatro donde se sentía como en casa. “Una escena de teatro es simplemente uno de los lugares donde soy feliz”, dice en una entrevista famosa que dio en 1959. “En la sociedad intelectual, no sé por qué, tengo la impresión de que siempre estoy pidiendo perdón por algo”. Yo sí sé por qué: porque unos años antes había publicado El hombre rebelde, y esa sociedad intelectual de la que habla se le había venido encima con toda la cobardía, la saña, la trapacería, la calumnia, la maledicencia y la deslealtad de que son capaces las sociedades intelectuales. Deprimido, decepcionado, Camus volvió al teatro los últimos años de su vida como si llegara a un refugio. Entre las cosas que llevaba consigo al chocar, además del manuscrito de El primer hombre, había un ejemplar de Otelo, una edición escolar que Camus acababa de anotar. A Camus le gustaba la tragedia clásica: en las mejores, según decía, todos los personajes están justificados, pero no hay ninguno que sea justo.
He estado pensando en esto después de oír la grabación que hizo Camus de El extranjero. Fue en 1954. La voz de Camus, su voz de tenor con acento mediterráneo, es la de un actor, y uno no puede no pensar que fue Camus el primer escogido para actuar en Moderato cantabile, la película de Peter Brook (Camus renunció y lo reemplazó Jean-Paul Belmondo, háganme ustedes el favor). Sí, Camus era un hombre de teatro. Pero podemos ir mas allá: era un hombre de equipo. Como tantos solitarios, Camus adoraba la camaradería. Pienso en eso y repaso La caída. “Aún hoy los partidos de domingo, en un estadio lleno a reventar, y el teatro, que amé con una pasión sin igual, son los únicos lugares del mundo en que me siento inocente”.
Quien habla es Clamence, por supuesto, no Camus. Pero podemos imaginar a Camus leyendo en voz alta el monólogo mientras lo escribía, pensando desde entonces en adaptar la novela al teatro e interpretar a su propio personaje. Lo hubiera hecho de no haber muerto. Pero eso sólo podemos imaginarlo.