Lo peor que le puede pasar a los discutidos acuerdos de paz y en general a nuestra maltrecha política, es caer en el lodazal del discurso moral, generalmente teñido de un falso y equívoco moralismo.
La política y la religión, como pensamiento y como acción, deben estar totalmente separadas para bien de ambas y salud de la sociedad. Cuando se mezclan, se entroniza el fundamentalismo, que ahoga el talante propio de personas civilizadas y de sociedades que sean democráticas en “cuerpo y alma”.
Las raíces, los fundamentos de la paz y de la política son éticos. Confundir la ética ciudadana con prescripciones morales cuando no simplemente moralizantes, es un error garrafal que compromete a ambas, pues abre las puertas a su invasión por las hordas salvajes y primitivas del fundamentalismo de raíces son religiosas, y reaccionario.
En el discurso del no plebiscitario, el catolicismo más tradicional con la vocería de Alejandro Ordoñez se alió con pastores evangélicos que no miran al Vaticano, sino a megaiglesias principalmente del sur de los Estados Unidos, que allá y en todas partes, pero especialmente en el mundo pobre, son activas promotoras y propagandistas de un discurso con discretos ropajes religiosos y fuerte contenidos ideológicos, de un materialismo de cepa norteamericana; operan como una verdadera “fuerza de venta” de posiciones políticas que rayan con un fanatismo de extrema derecha, que en lo económico predica el credo de las libertades ilimitadas, con el sacrosanto mercado en el centro de su altar pagano, complementado con la más burda mojigatería para ordenar la vida personal.
Lo que sí es pecado, y mortal, es confundir la ética ciudadana con la moral de la vida privada, y pretender elevar a principios éticos de la sociedad lo que son simples prejuicios personales sobre el comportamiento individual. Es nada menos que confundir los principios éticos del respeto a la vida, a la diferencia, a la igualdad y a la libertad, con unos principios morales sobre los comportamientos individuales privados, centrados en la familia como una estructura cuya naturaleza no sería social sino moral, pétrea e inmutable; y en una sexualidad cargada de culpa. En vez de principios éticos para ordenar y darle la necesaria dignidad al comportamiento ciudadano en comunidad, ofrecen y buscan imponer una moral que ni comprende ni respeta, que simplemente sanciona “a los malos”, con la vana pretensión de que lo que podría tener cabida en el ámbito familiar e individual, se convierta en norma social con tufillo a inquisición, en una guerra a muerte, con sabor a cruzada, de “los creyentes” contra “los infieles”.
Esta situación se da en el contexto de más de medio siglo cuando el país y el mundo, han avanzado desprovistos de una ética de los ciudadanos. En Colombia ese papel tradicionalmente lo había desempeñado una moral que tenía sus más firmes sostenes en la familia y el confesionario. La familia entró en crisis y la iglesia católica empezó a perder poder e influencia, en un país cada vez más urbano y secular. Esa moral tradicional hace crisis y una ética ciudadana, que estaría llamada a sucederla en la nueva realidad de la sociedad, se enredó en los avatares de la violencia del medio siglo y en un desbordamiento urbano que arrasó con mucho del viejo orden de raigambre rural, que “se movía al son de campana”. Colombia quedó con su proceso de modernización estancado y enredado, con una secularización a medias sumida en un vacío de valores, que las novísimas realidades reclamaban que fueran éticos y ciudadanos y no reflejo de una moral de sacristía.
Es un vacío en materia grave que permanece a la fecha y que los cristianos de todos los pelajes y su compañero de ruta el exprocurador Ordoñez buscan llenar con un moralismo desfasado, que mira hacia un pasado que no volverá; por eso la paz basada en una ética del respeto, la libertad y la inclusión les huele a azufre.
De ganar esa posición no solo no se lograría la reconciliación, fundamento de la convivencia democrática, sino que la política se volvería fundamentalista y por lo tanto confrontacionista y en el límite violenta; lo contrario de lo que Colombia necesita y busca con la construcción de una sociedad fundamentada en una ética ciudadana del respeto y la dignidad de todos, donde no hay ni buenos ni malos, sino simples ciudadanos con derechos y obligaciones.
Lo peor que le puede pasar a los discutidos acuerdos de paz y en general a nuestra maltrecha política, es caer en el lodazal del discurso moral, generalmente teñido de un falso y equívoco moralismo.
La política y la religión, como pensamiento y como acción, deben estar totalmente separadas para bien de ambas y salud de la sociedad. Cuando se mezclan, se entroniza el fundamentalismo, que ahoga el talante propio de personas civilizadas y de sociedades que sean democráticas en “cuerpo y alma”.
Las raíces, los fundamentos de la paz y de la política son éticos. Confundir la ética ciudadana con prescripciones morales cuando no simplemente moralizantes, es un error garrafal que compromete a ambas, pues abre las puertas a su invasión por las hordas salvajes y primitivas del fundamentalismo de raíces son religiosas, y reaccionario.
En el discurso del no plebiscitario, el catolicismo más tradicional con la vocería de Alejandro Ordoñez se alió con pastores evangélicos que no miran al Vaticano, sino a megaiglesias principalmente del sur de los Estados Unidos, que allá y en todas partes, pero especialmente en el mundo pobre, son activas promotoras y propagandistas de un discurso con discretos ropajes religiosos y fuerte contenidos ideológicos, de un materialismo de cepa norteamericana; operan como una verdadera “fuerza de venta” de posiciones políticas que rayan con un fanatismo de extrema derecha, que en lo económico predica el credo de las libertades ilimitadas, con el sacrosanto mercado en el centro de su altar pagano, complementado con la más burda mojigatería para ordenar la vida personal.
Lo que sí es pecado, y mortal, es confundir la ética ciudadana con la moral de la vida privada, y pretender elevar a principios éticos de la sociedad lo que son simples prejuicios personales sobre el comportamiento individual. Es nada menos que confundir los principios éticos del respeto a la vida, a la diferencia, a la igualdad y a la libertad, con unos principios morales sobre los comportamientos individuales privados, centrados en la familia como una estructura cuya naturaleza no sería social sino moral, pétrea e inmutable; y en una sexualidad cargada de culpa. En vez de principios éticos para ordenar y darle la necesaria dignidad al comportamiento ciudadano en comunidad, ofrecen y buscan imponer una moral que ni comprende ni respeta, que simplemente sanciona “a los malos”, con la vana pretensión de que lo que podría tener cabida en el ámbito familiar e individual, se convierta en norma social con tufillo a inquisición, en una guerra a muerte, con sabor a cruzada, de “los creyentes” contra “los infieles”.
Esta situación se da en el contexto de más de medio siglo cuando el país y el mundo, han avanzado desprovistos de una ética de los ciudadanos. En Colombia ese papel tradicionalmente lo había desempeñado una moral que tenía sus más firmes sostenes en la familia y el confesionario. La familia entró en crisis y la iglesia católica empezó a perder poder e influencia, en un país cada vez más urbano y secular. Esa moral tradicional hace crisis y una ética ciudadana, que estaría llamada a sucederla en la nueva realidad de la sociedad, se enredó en los avatares de la violencia del medio siglo y en un desbordamiento urbano que arrasó con mucho del viejo orden de raigambre rural, que “se movía al son de campana”. Colombia quedó con su proceso de modernización estancado y enredado, con una secularización a medias sumida en un vacío de valores, que las novísimas realidades reclamaban que fueran éticos y ciudadanos y no reflejo de una moral de sacristía.
Es un vacío en materia grave que permanece a la fecha y que los cristianos de todos los pelajes y su compañero de ruta el exprocurador Ordoñez buscan llenar con un moralismo desfasado, que mira hacia un pasado que no volverá; por eso la paz basada en una ética del respeto, la libertad y la inclusión les huele a azufre.
De ganar esa posición no solo no se lograría la reconciliación, fundamento de la convivencia democrática, sino que la política se volvería fundamentalista y por lo tanto confrontacionista y en el límite violenta; lo contrario de lo que Colombia necesita y busca con la construcción de una sociedad fundamentada en una ética ciudadana del respeto y la dignidad de todos, donde no hay ni buenos ni malos, sino simples ciudadanos con derechos y obligaciones.