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Para la gran mayoría de los colombianos, eso de la crisis climática y la crisis por la pérdida de biodiversidad es un cuento de los ambientalistas radicales; Colombia tiene que concentrarse en crecer económicamente y superar la pobreza. Hay muchas evidencias según las cuales las crisis ambientales y la pobreza van juntas y se retroalimentan. Tenemos que tomar costosas medidas de adaptación y mitigación frente al cambio climático y a la pérdida de nuestros ecosistemas naturales, de lo contrario cada día habrá más pobres en Colombia.
Este año, el país está padeciendo un invierno distinto a los de años anteriores; en pocas horas caen lluvias torrenciales que generan deslizamientos, bloqueos de carreteras e inundaciones que aíslan grandes regiones e impiden el comercio de productos básicos. Carreteras primarias, secundarias y terciarias han sido severamente afectadas. En nuestra geografía montañosa, las lluvias intensas asociadas al cambio climático obligan a cambiar el diseño de vías, ampliar los taludes y construir nuevos desagües, un costo de adaptación que no tenemos presupuestado.
El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) reitera en su reciente informe (2022) que el ciclo del agua seguirá modificándose y que las precipitaciones extremas se intensificarán a medida que el planeta se caliente. Tanto los extremos húmedos como los secos y la variabilidad general del ciclo del agua aumentarán, aunque no de manera uniforme en todas partes. En Colombia ya sufrimos sus efectos, se bloquean y destruyen vías de comunicación y la agricultura pierde productividad al cambiar el régimen de lluvias.
Lo más crítico y difícil de modificar es nuestra forma de planificar, gestionar y actuar. Gobierno y ciudadanía reaccionamos desde la perspectiva de la “atención de desastres” y no desde su prevención. La planeación debe considerar determinantes ambientales que permitan alcanzar propósitos sociales y económicos, pero esto no se ha incorporado en las prácticas gubernamentales. Un ejemplo gráfico es que ante los deslizamientos en masa que obstruyen carreteras enviamos maquinaria para destapar la vía, acción indispensable, pero si planeáramos integrando transversalmente los temas ambientales, sociales y económicos, lo estratégico sería priorizar el desplazamiento de maquinaria para modificar aquellos taludes que, por lo que sabemos, ante lluvias torrenciales generarán avalanchas con pérdidas económicas de gran magnitud e impacto social. Hay que practicar medicina preventiva en vez de curativa.
Las crisis sociales y económicas generadas por el cambio climático y la pérdida masiva de biodiversidad nos están obligando a entender de manera distinta la relación con la naturaleza. Las opciones de bienestar no necesariamente están relacionadas con un mayor producto interno bruto. En un mundo finito, donde la naturaleza impone condiciones y la oferta de recursos naturales es limitada, no existe la posibilidad de un crecimiento económico ilimitado. Es tiempo de pensar en que lo determinante es una mejor distribución de los bienes disponibles y una relación armónica o, al menos, no tan traumática con la naturaleza. Si no planificamos e invertimos entendiendo que hay determinantes ambientales que definen posibilidades de objetivos económicos y sociales, los costos y los efectos negativos sobre el bienestar serán mayores. Los ciudadanos debemos respaldar a políticos que soporten sus propuestas en indicadores sociales, económicos y ambientales donde un ambiente sano, la sostenibilidad, la coexistencia pacífica y mejor distribución de bienes y oportunidades sean los derroteros principales, no las tradicionales propuestas de mayor producción y consumo.