Nació de pobres y estudió hasta tercero de primaria en su natural Guateque. Huyó, según él, porque la maestra le pegaba. Nunca fue muy entendido para el estudio, según sus propias palabras. Él no sabe que eso no es cierto, pero se lo hicieron creer. Y cuando un día le iban a pegar otra vez porque sí y porque no, desertó y no volvió nunca más. Salió en pura, es decir, corriendo a toda velocidad. Nunca, en todos los años que llevo en el oficio, podría afirmar que las personas traen sus heridas, sus laberintos, sus dificultades o sus oscuridades desde ellas mismas. Creo, al contrario, que todo eso viene de estructuras exteriores usualmente inequitativas. Entonces se puso a trabajar en las labores del campo junto a sus padres, hasta cuando se vino a la gran ciudad y consiguió un puesto moviendo carros en un parqueadero, obvio sin saber manejar ni mucho menos tener pase. Pero aprendió. Dueño de un instinto de supervivencia que nunca le hizo perder la lucidez, ni el respeto por los otros, ni el decoro consigo mismo, se casó con la señora Alicia, que lo disuadió del santo sorbo, lo enseñó a ahorrar, y le dio una hija, a quien lo primero que hizo cuando era una niña fue matricularla en el colegio.
La vida nos juntó hace décadas, y nos vimos la cara todos los días durante quince años. Nos hicimos amigos. Aprendimos a tolerar nuestras mutuas goteras, nos dábamos consejos y nos moríamos de la risa con cada ocurrencia. Un día le dije que acabara el bachillerato. Se negó de plano. Se le notó el dolor en la cara. Razones no le faltaban. Hágalo por su hija, le dije, que ya para entonces andaba terminando la primaria.
Después de semanas, aceptó. Y los pequeños milagros no tardaron en llegar. Su hija y su esposa, solícitas, le ayudaban con los deberes escolares. Por mi parte yo me quedé sin conductor varios días a la semana para que José Idinael, en los mismos pupitres del colegio que dirigía, terminara su bachillerato. Y lo terminó. Para su caso, la educación no lo movilizó socialmente o lo hizo más listo o mejor preparado. Su triunfo fue moral, que, al fin de cuentas, son los verdaderos triunfos. Si sus dos mujeres lo querían, su grado lo convirtió para ellas y para todos en un ejemplo, un héroe discreto y sin reflectores. Hoy, ya abuelo, sabe que la educación saca a las personas del lugar donde están y las vuelve mejores. Esa es la promesa. Ahora lo veo mucho menos. Y sonríe cuando le digo que lo nombro en mis conferencias como un ejemplo de cómo la educación y la instrucción se necesitan mutuamente, aunque sea la primera la que precede y orienta a la segunda. Él lo sabe como nadie.
Nació de pobres y estudió hasta tercero de primaria en su natural Guateque. Huyó, según él, porque la maestra le pegaba. Nunca fue muy entendido para el estudio, según sus propias palabras. Él no sabe que eso no es cierto, pero se lo hicieron creer. Y cuando un día le iban a pegar otra vez porque sí y porque no, desertó y no volvió nunca más. Salió en pura, es decir, corriendo a toda velocidad. Nunca, en todos los años que llevo en el oficio, podría afirmar que las personas traen sus heridas, sus laberintos, sus dificultades o sus oscuridades desde ellas mismas. Creo, al contrario, que todo eso viene de estructuras exteriores usualmente inequitativas. Entonces se puso a trabajar en las labores del campo junto a sus padres, hasta cuando se vino a la gran ciudad y consiguió un puesto moviendo carros en un parqueadero, obvio sin saber manejar ni mucho menos tener pase. Pero aprendió. Dueño de un instinto de supervivencia que nunca le hizo perder la lucidez, ni el respeto por los otros, ni el decoro consigo mismo, se casó con la señora Alicia, que lo disuadió del santo sorbo, lo enseñó a ahorrar, y le dio una hija, a quien lo primero que hizo cuando era una niña fue matricularla en el colegio.
La vida nos juntó hace décadas, y nos vimos la cara todos los días durante quince años. Nos hicimos amigos. Aprendimos a tolerar nuestras mutuas goteras, nos dábamos consejos y nos moríamos de la risa con cada ocurrencia. Un día le dije que acabara el bachillerato. Se negó de plano. Se le notó el dolor en la cara. Razones no le faltaban. Hágalo por su hija, le dije, que ya para entonces andaba terminando la primaria.
Después de semanas, aceptó. Y los pequeños milagros no tardaron en llegar. Su hija y su esposa, solícitas, le ayudaban con los deberes escolares. Por mi parte yo me quedé sin conductor varios días a la semana para que José Idinael, en los mismos pupitres del colegio que dirigía, terminara su bachillerato. Y lo terminó. Para su caso, la educación no lo movilizó socialmente o lo hizo más listo o mejor preparado. Su triunfo fue moral, que, al fin de cuentas, son los verdaderos triunfos. Si sus dos mujeres lo querían, su grado lo convirtió para ellas y para todos en un ejemplo, un héroe discreto y sin reflectores. Hoy, ya abuelo, sabe que la educación saca a las personas del lugar donde están y las vuelve mejores. Esa es la promesa. Ahora lo veo mucho menos. Y sonríe cuando le digo que lo nombro en mis conferencias como un ejemplo de cómo la educación y la instrucción se necesitan mutuamente, aunque sea la primera la que precede y orienta a la segunda. Él lo sabe como nadie.