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A veces me escribo con estudiantes que he tenido a lo largo de mi vida. Algunos aparecen muy de vez en cuando y me cuentan sus cosas, o simplemente me saludan afectuosos. Otros son más frecuentes y más adolescentes, y, en consecuencia, más incisivos e intensos. Es natural, llevamos menos tiempo sin vernos.
Un encuentro casual desata una conversación y en algunos casos una correspondencia más nutrida. Es reconfortante y todo un reto para la memoria. Suelo acertar en el nombre, el apellido o el apodo. Alguno de los tres. Y devuelvo la película automáticamente y veo a la persona adulta que tengo enfrente (a veces casada y con hijos), cuando la conocí en el salón de clase y oigo su voz y su risa o su silencio y puedo recordar su esencia, su timidez o su locuacidad. Incluso recuerdo si le gustaba el fútbol o prefería otro deporte o no hacer nada.
Lo cierto es que es muy interesante ver cómo se van transformando las relaciones, pero sobre todo comprobar cómo hay, en cada persona que fue tu estudiante, algo que permanece intacto con el paso de los años y que son las señas de identidad que tuvimos en nuestras manos los maestros, y que permitimos que se desarrollaran o que quizás, sin quererlo, echamos a perder.
Ellos evocan el tiempo vivido y yo sonrío y los escucho. Ahora hay que hablar menos todavía. Sé que tengo algunos pocos lectores maestros de oficio que no me dejarán mentir, si afirmo que lo que hace verdaderamente feliz la vocación de la docencia son esos encuentros fortuitos donde nuestros otrora discípulos cruzan la calle para saludarte y te llaman por tu nombre y se produce el milagro del reencuentro.
Pues bien, hay tres muchachas de último año de bachillerato que según ellas abandoné (tal vez tengan razón), porque después de años dejé de vivir en Casanare, con quienes tengo una correspondencia encarnizada y maravillosa. Llena de afecto, sinceridad y complicidad; me suelen consultar lo divino y lo humano y son capaces de incendiar el Partenón sólo para tener el gusto de reconstruirlo a la mañana siguiente. La distancia nos ha hecho ser aún más cercanos, y trato, sin que se me note demasiado, de orientar sus díscolas conductas y sus efervescencias espirituales. Básicamente nos seguimos divirtiendo a pesar de algunos pasajes dramáticos de este género epistolar contemporáneo que es una maravilla por el tiempo real en el que ocurre.
Debieron notar, sin embargo, que en la última conversación en vivo y en directo que tuvimos me encontraron un poco bajo de forma anímica. Es porque te estás volviendo viejito, me dijeron. No es eso. El otoño que me envuelve es mi mejor edad. Es que a veces siento que no hay muchas razones para el optimismo, y por donde quiera que uno mire el desastre es evidente.
A pesar de que siempre me he considerado un tipo razonablemente esperanzado y optimista en el futuro y por eso ofrendé mi vida a la educación, a veces me embarga un desasosiego generalizado, y creo que lo mejor sería que la raza humana desapareciera por fin de este planeta, y queden y reinen para siempre las plantas y los árboles erguidos, y poco a poco la hiedra cubra las avenidas y los edificios y las flores no terminen en los jarrones de nadie y los animales y las aves vivan libres y a su antojo, y no se ofenda más el agua ni el aire que no podemos crear con nuestra podredumbre.
No he tenido la fuerza para darles ánimo cuando me cuentan sus tribulaciones y sus enredos. Por eso más que nunca necesito que vuelvan a escribir y me digan que no tengo razón, que tuve una mala noche, que estoy exagerando como si fuera una de ellas, que todo va a estar bien y mejorando. O quizás no.
