Le escuché hace poco a mi amigo y colega Julián de Zubiría, en conversación con Daniel Coronell, que el cierre de 769 colegios privados en los últimos dos años en nuestro país, 160 de ellos en Bogotá, era una tragedia nacional. Eso dijo.
Disiento. Es triste y en algunos casos puede ser doloroso, como el de la Quinta de Mutis del cual fui profesor y luego su rector. Pero hasta ahí.
Yo creo que es un poco al revés. Ha sido una tragedia nacional que la educación privada sea desde hace décadas la de mayor calidad a juzgar por las pruebas estandarizadas, y que la educación oficial se haya regazado por múltiples factores, entre los cuales destaco la persistencia de las dobles jornadas en muchas instituciones, las altas densidades estudiantiles, sin dejar de mencionar las no pocas intransigencias sindicales.
Y del otro lado (de la misma calle), también hay que decir que muchos de los colegios privados que desaparecieron no supieron leer el signo de los tiempos y se quedaron atorados en pedagogías y diseños curriculares frontales y muy poco participativos desconectados de las realidades allende sus muros. La reducción de la tasa de natalidad hoy por debajo de un hijo por mujer ha sido determinante en la crisis del sector. Pero no lo es todo.
Y ha sido una tragedia que el estado haya delegado desde hace más de un siglo una responsabilidad que cómo la educación no puede ser enteramente delegable en terceros. Hoy la educación privada en Colombia tiene cerca del 25 % de la oferta y los países de la OCDE al cual pertenecemos menos del 5 %. Claro, no se trata de que el fundamentalismo oficial haga una fiesta con los colegios privados que han desaparecido y que van a seguir desapareciendo. No faltará quien lo celebre. Se trata es de unir esfuerzos desde la construcción de objetivos comunes.
Ahora bien, que existan colegios privados tanto como universidades privadas es perfectamente legítimo. Nuestras leyes consagran ese derecho. Y que las familias libremente elijan dónde educar a sus hijos e hijas también lo es. Pero si bien eso es así, no es menos cierto, sin embargo, que el abismo entre un sector y el otro es todavía muy grande, y que la educación privada por más privada que sea también debe estar al servicio de lo público.
Recuerdo la voz crítica de Julián cuando con mucha razón señalaba que el programa Ser Pilo Paga dedicaba más recursos a subvencionar la demanda antes que la oferta en educación superior. Y si se hubiera hecho al revés, tendríamos varias universidades públicas más y un mejor destino para esos miles de millones; es decir, la apuesta por lo público es inaplazable. Hoy la matrícula cero no puede ser sino una buena noticia.
El asunto es bien complejo y no contribuye a desatar los nudos la clásica desconfianza entre los sectores. Al contrario: los aprieta. El estado no lo es todo y los privados no son el estado ni se trata de que lo sean. Sin embargo, una experiencia de descentralización bien conducida, y que fue allanada por la Constitución del 91, puede contribuir a desarrollos territoriales más guiados por los propios territorios y sus municipios certificados.
En todo caso, hay señales de que las cosas empiezan a cambiar. Para empezar, el presupuesto del Ministerio de Educación es el mayor de toda su historia, algo que se ha venido construyendo desde hace varios gobiernos y que por fin llega hoy a un 5,3 % del PIB. Casi 70 billones de pesos, una cifra nunca vista. Lástima que los prejuicios persistan. Y que se aticen.
El estado podría crear coaliciones con la capacidad instalada y la experiencia del sector privado antes que mirarlo de reojo. Hay precedentes exitosos. Se trata de hacer un pacto por la educación que incluya a todos los actores hoy dispersos y sin espina dorsal. Y para ello es preciso conversar mucho para desactivar las obsesiones ideológicas de lado y lado.
Desconocer el papel de la educación privada sería tan equivocado y miope como no desear el fortalecimiento del sector oficial. La tragedia es que no hemos aprendido a conversar y nos levantamos de la mesa muy rápido; o aún peor, ni siquiera nos sentamos a ella o bien porque no nos invitan o porque no quisiéramos que nos invitaran. Así de simple.
Le escuché hace poco a mi amigo y colega Julián de Zubiría, en conversación con Daniel Coronell, que el cierre de 769 colegios privados en los últimos dos años en nuestro país, 160 de ellos en Bogotá, era una tragedia nacional. Eso dijo.
Disiento. Es triste y en algunos casos puede ser doloroso, como el de la Quinta de Mutis del cual fui profesor y luego su rector. Pero hasta ahí.
Yo creo que es un poco al revés. Ha sido una tragedia nacional que la educación privada sea desde hace décadas la de mayor calidad a juzgar por las pruebas estandarizadas, y que la educación oficial se haya regazado por múltiples factores, entre los cuales destaco la persistencia de las dobles jornadas en muchas instituciones, las altas densidades estudiantiles, sin dejar de mencionar las no pocas intransigencias sindicales.
Y del otro lado (de la misma calle), también hay que decir que muchos de los colegios privados que desaparecieron no supieron leer el signo de los tiempos y se quedaron atorados en pedagogías y diseños curriculares frontales y muy poco participativos desconectados de las realidades allende sus muros. La reducción de la tasa de natalidad hoy por debajo de un hijo por mujer ha sido determinante en la crisis del sector. Pero no lo es todo.
Y ha sido una tragedia que el estado haya delegado desde hace más de un siglo una responsabilidad que cómo la educación no puede ser enteramente delegable en terceros. Hoy la educación privada en Colombia tiene cerca del 25 % de la oferta y los países de la OCDE al cual pertenecemos menos del 5 %. Claro, no se trata de que el fundamentalismo oficial haga una fiesta con los colegios privados que han desaparecido y que van a seguir desapareciendo. No faltará quien lo celebre. Se trata es de unir esfuerzos desde la construcción de objetivos comunes.
Ahora bien, que existan colegios privados tanto como universidades privadas es perfectamente legítimo. Nuestras leyes consagran ese derecho. Y que las familias libremente elijan dónde educar a sus hijos e hijas también lo es. Pero si bien eso es así, no es menos cierto, sin embargo, que el abismo entre un sector y el otro es todavía muy grande, y que la educación privada por más privada que sea también debe estar al servicio de lo público.
Recuerdo la voz crítica de Julián cuando con mucha razón señalaba que el programa Ser Pilo Paga dedicaba más recursos a subvencionar la demanda antes que la oferta en educación superior. Y si se hubiera hecho al revés, tendríamos varias universidades públicas más y un mejor destino para esos miles de millones; es decir, la apuesta por lo público es inaplazable. Hoy la matrícula cero no puede ser sino una buena noticia.
El asunto es bien complejo y no contribuye a desatar los nudos la clásica desconfianza entre los sectores. Al contrario: los aprieta. El estado no lo es todo y los privados no son el estado ni se trata de que lo sean. Sin embargo, una experiencia de descentralización bien conducida, y que fue allanada por la Constitución del 91, puede contribuir a desarrollos territoriales más guiados por los propios territorios y sus municipios certificados.
En todo caso, hay señales de que las cosas empiezan a cambiar. Para empezar, el presupuesto del Ministerio de Educación es el mayor de toda su historia, algo que se ha venido construyendo desde hace varios gobiernos y que por fin llega hoy a un 5,3 % del PIB. Casi 70 billones de pesos, una cifra nunca vista. Lástima que los prejuicios persistan. Y que se aticen.
El estado podría crear coaliciones con la capacidad instalada y la experiencia del sector privado antes que mirarlo de reojo. Hay precedentes exitosos. Se trata de hacer un pacto por la educación que incluya a todos los actores hoy dispersos y sin espina dorsal. Y para ello es preciso conversar mucho para desactivar las obsesiones ideológicas de lado y lado.
Desconocer el papel de la educación privada sería tan equivocado y miope como no desear el fortalecimiento del sector oficial. La tragedia es que no hemos aprendido a conversar y nos levantamos de la mesa muy rápido; o aún peor, ni siquiera nos sentamos a ella o bien porque no nos invitan o porque no quisiéramos que nos invitaran. Así de simple.