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Como nada, es la tecnología lo que caracteriza los tiempos actuales. Guerras, pandemias, migraciones, desplazamientos, desastres naturales, imperios que florecen y sucumben siempre han existido. La tecnología no. No tiene precedentes certeros. Y menos el influjo inconmensurable en nuestras vidas y nuestras mentes debido a su velocidad. Eso es inédito en la historia de la humanidad. Para bien o para mal. En una viñeta preciosa de Quino, un hombre le pregunta orondo a su vecino de parcela que por qué no se compra un tractor. Tendría muchos más surcos y más rápido, le dice. El otro se queda mirando su burro y el pesado arado que arrastra con dificultad. Sí, claro, tiene usted razón, le contesta. ¿Pero entonces con quién converso de la vida?
Los beneficios son incontables y maravillosos y los riesgos impredecibles. Es tan válido romantizar un mundo prudentemente original como estigmatizar la tecnología como fuente de innumerables abismos éticos. Lo primero es una decisión personal discutible, lo segundo es una decisión personal absurda.
Muchos colegios, como el que ahora dirijo, llevan lustros tratando de encontrar ese justo medio entre el uso y el automatismo inconsciente que aísla e incomunica. Y creo que lo hacen bien. La reciente decisión de un grupo de colegios privados de restringir el uso de teléfonos inteligentes en la jornada escolar puede ser aleccionadora, y tiene razones de peso que todos conocemos, pero también podría convertirse en inocua. Los contextos difieren y la tecnología democratiza el conocimiento y el acceso a la información en vastas zonas donde no hay más contacto con el mundo que un bendito teléfono y una señal de internet. Eso para no mencionar el hecho evidente que las familias sucumben a la presión de sus hijos (en ocasiones niños de preescolar), y les compran costosos aparatos y luego les piden a los colegios que no se los permitan usar.
Sea como sea, ya estamos rodeados de la tecnología. Y es difícil, cuando no cándido, escapar de su embrujo así usted crea que hay más tecnología en un tomate o en una alcachofa que en un smart phone de última generación. Lo que hay que hacer es conocerla y aprender de ella. Se ha demostrado que las máquinas son más empáticas que nosotros, sus creadores, porque cuando se equivocan tratan de corregirse a fuerza de nuevas interfases sin insistir en una idea errónea o sin defender lo indefendible. A nosotros, en cambio, nos cuesta mucho. Lo que es increíble es que nos vamos encariñando con ellas, yo creo que es porque nos recuerdan la humanidad, que, a pesar de todo, nos sigue sosteniendo.