No hay compromiso más importante de la educación que con la libertad. Libertad para decir, para amar, para perdonar, para equivocarse, libertad para enmendar, para moverse, para quedarse, para pensar, para repensar, libertad para callar, para elegir. No creo que haya nada en el mundo que le arrebate o le impida al ser humano sentir que ha nacido para la libertad. Es su más preciada esencia. Ella nos configura como especie y como individuos. Por supuesto que hablo del ideal de libertad, de la perfecta libertad irrealizable, porque es gracias a ella que podemos construir la siempre imperfecta libertad humana. Una escuela, bien mirado, es un refugio de los ideales humanos, de nuestras aspiraciones y de nuestro diario comercio con las pequeñas y las grandes tribulaciones y debilidades de la vida. Y de nosotros.
Desde cuando un niño pisa la escuela se le debe aparecer a su encuentro la señora libertad. En mayúsculas. Todavía sin los ojos vendados. Que no lo reciban los reglamentos, ni las talanqueras, o las cercas o los impedimentos y mucho menos los conductos regulares. De todo ello ya se irá dando cuenta por sí mismo por una razón ineludible: porque se verá rodeado de otros seres humanos que le irán enseñando, poco a poco, que su libertad también tiene que ver con la libertad de los otros, y que nunca será enteramente libre pero que siempre querrá serlo. Que lo reciban entonces los juguetes y las posibilidades, las caminatas y las paletas de colores, la plastilina y los libros, la alegría y el cuidado, la paciencia y los juegos, el afecto de sus maestros y maestras. No hace falta enrostrarle a la entrada de la escuela, a manera de carta de presentación, que tendrá que prepararse duro para este mundo despiadado y competitivo. Y pasa. En aras de una exigencia muy poco ergonómica se han lastimado ideales. Y más que ello, las señas de identidad de la infancia y de la adolescencia que yo creo que hay que respetar como algo sagrado y que después ya no vuelven.
En plena ocupación alemana de Francia, Sartre defendió que nunca como en ese entonces la libertad estaba más viva, más presente, y era más necesaria, porque justamente era cuando más amenazada estaba, más oprimida. No es lo mismo, lo sé. Ni comparo una cosa con la otra. Solo quiero decir que cuando la libertad nos es esquiva o está agazapada, u oculta entre tantos y tantos deberes escolares, es cuando se le siente, altísima, temblando, a la espera de que sigamos acariciándola.
No hay compromiso más importante de la educación que con la libertad. Libertad para decir, para amar, para perdonar, para equivocarse, libertad para enmendar, para moverse, para quedarse, para pensar, para repensar, libertad para callar, para elegir. No creo que haya nada en el mundo que le arrebate o le impida al ser humano sentir que ha nacido para la libertad. Es su más preciada esencia. Ella nos configura como especie y como individuos. Por supuesto que hablo del ideal de libertad, de la perfecta libertad irrealizable, porque es gracias a ella que podemos construir la siempre imperfecta libertad humana. Una escuela, bien mirado, es un refugio de los ideales humanos, de nuestras aspiraciones y de nuestro diario comercio con las pequeñas y las grandes tribulaciones y debilidades de la vida. Y de nosotros.
Desde cuando un niño pisa la escuela se le debe aparecer a su encuentro la señora libertad. En mayúsculas. Todavía sin los ojos vendados. Que no lo reciban los reglamentos, ni las talanqueras, o las cercas o los impedimentos y mucho menos los conductos regulares. De todo ello ya se irá dando cuenta por sí mismo por una razón ineludible: porque se verá rodeado de otros seres humanos que le irán enseñando, poco a poco, que su libertad también tiene que ver con la libertad de los otros, y que nunca será enteramente libre pero que siempre querrá serlo. Que lo reciban entonces los juguetes y las posibilidades, las caminatas y las paletas de colores, la plastilina y los libros, la alegría y el cuidado, la paciencia y los juegos, el afecto de sus maestros y maestras. No hace falta enrostrarle a la entrada de la escuela, a manera de carta de presentación, que tendrá que prepararse duro para este mundo despiadado y competitivo. Y pasa. En aras de una exigencia muy poco ergonómica se han lastimado ideales. Y más que ello, las señas de identidad de la infancia y de la adolescencia que yo creo que hay que respetar como algo sagrado y que después ya no vuelven.
En plena ocupación alemana de Francia, Sartre defendió que nunca como en ese entonces la libertad estaba más viva, más presente, y era más necesaria, porque justamente era cuando más amenazada estaba, más oprimida. No es lo mismo, lo sé. Ni comparo una cosa con la otra. Solo quiero decir que cuando la libertad nos es esquiva o está agazapada, u oculta entre tantos y tantos deberes escolares, es cuando se le siente, altísima, temblando, a la espera de que sigamos acariciándola.