Hace más de 20 años, el entonces ministro de Educación Nacional, Germán Bula, un hombre sensato e inteligente, promovió una evaluación fundamentalmente diagnóstica del magisterio público, para que con esa información se pudieran diseñar planes de formación a largo plazo de todos los maestros. Fecode la tumbó y lo hizo porque en ese diagnóstico se estimaba que un 2 % o quizás un 3 % de los maestros tendrían que salir del sistema porque literalmente no tenían ni idea de la disciplina que estaban enseñando, 6.000 o quizás 9.000 maestros de 300.000. Se sabía que muchos estaban allí nombrados por todo tipo de intereses ajenos al propósito superior de la educación.
Hoy, con el proyecto de ley estatutaria de la educación que cursa en el Congreso, Fecode vuelve a levantar su brazo para mostrar su desacuerdo por dos cosas esenciales: que la educación preescolar pública empiece a los tres años, no a los cinco, y existan en consecuencia tres grados de preescolaridad garantizados y financiados por el Estado, y que, como hace décadas, la evaluación de los maestros sea formativa y no un eventual criterio de desvinculación laboral.
Lo primero es cierto y contundente, porque a la larga su no reconocimiento es una fuente incesante de inequidad, en particular de inequidad con las mujeres. Lo segundo sí, pero con reglas y tiempos, de lo contrario el sector oficial está condenado a tener docentes mediocres o abúlicos in sécula seculórum. Crear escuelas de maestros que se formen en sus propios contextos y que se conviertan en pequeñas comunidades académicas de pensamiento toma tiempo, pero no toda la vida. El sector privado, tan estigmatizado por muchos, puede mostrarle al oficial cómo sus sistemas de evaluación son replicables con las adaptaciones del caso para que el compromiso y la calidad de los desempeños poco a poco se vayan incrementando. No sólo en términos de indicadores, que también, sino en términos de mayor credibilidad del sector. Confianza en lo oficial. El Estado, qué duda cabe, no puede delegar una de sus responsabilidades esenciales, como lo es la educación, en terceros. Pero puede aprender de ellos y con ellos, y al revés, conversando. Es inocultable que la educación privada ha sido fundamental en la construcción de esta nación.
En ese sentido, hoy el Ministerio de Educación Nacional invierte más dinero en la educación pública que nunca en nuestra historia, el 4,5 % del PIB. El rubro más alto del presupuesto nacional, cerca de $70 billones al año. Todo un logro. La noticia es esperanzadora y nadie, en su sano juicio, puede estar en contra del fortalecimiento de la educación oficial. Pero hay que ponerse metas que permitan ver que hay un proyecto de nación, una espina dorsal que nos atraviesa. De lo contrario, estamos condenados a seguir cada uno por su lado y así es poco menos que imposible.
Hace más de 20 años, el entonces ministro de Educación Nacional, Germán Bula, un hombre sensato e inteligente, promovió una evaluación fundamentalmente diagnóstica del magisterio público, para que con esa información se pudieran diseñar planes de formación a largo plazo de todos los maestros. Fecode la tumbó y lo hizo porque en ese diagnóstico se estimaba que un 2 % o quizás un 3 % de los maestros tendrían que salir del sistema porque literalmente no tenían ni idea de la disciplina que estaban enseñando, 6.000 o quizás 9.000 maestros de 300.000. Se sabía que muchos estaban allí nombrados por todo tipo de intereses ajenos al propósito superior de la educación.
Hoy, con el proyecto de ley estatutaria de la educación que cursa en el Congreso, Fecode vuelve a levantar su brazo para mostrar su desacuerdo por dos cosas esenciales: que la educación preescolar pública empiece a los tres años, no a los cinco, y existan en consecuencia tres grados de preescolaridad garantizados y financiados por el Estado, y que, como hace décadas, la evaluación de los maestros sea formativa y no un eventual criterio de desvinculación laboral.
Lo primero es cierto y contundente, porque a la larga su no reconocimiento es una fuente incesante de inequidad, en particular de inequidad con las mujeres. Lo segundo sí, pero con reglas y tiempos, de lo contrario el sector oficial está condenado a tener docentes mediocres o abúlicos in sécula seculórum. Crear escuelas de maestros que se formen en sus propios contextos y que se conviertan en pequeñas comunidades académicas de pensamiento toma tiempo, pero no toda la vida. El sector privado, tan estigmatizado por muchos, puede mostrarle al oficial cómo sus sistemas de evaluación son replicables con las adaptaciones del caso para que el compromiso y la calidad de los desempeños poco a poco se vayan incrementando. No sólo en términos de indicadores, que también, sino en términos de mayor credibilidad del sector. Confianza en lo oficial. El Estado, qué duda cabe, no puede delegar una de sus responsabilidades esenciales, como lo es la educación, en terceros. Pero puede aprender de ellos y con ellos, y al revés, conversando. Es inocultable que la educación privada ha sido fundamental en la construcción de esta nación.
En ese sentido, hoy el Ministerio de Educación Nacional invierte más dinero en la educación pública que nunca en nuestra historia, el 4,5 % del PIB. El rubro más alto del presupuesto nacional, cerca de $70 billones al año. Todo un logro. La noticia es esperanzadora y nadie, en su sano juicio, puede estar en contra del fortalecimiento de la educación oficial. Pero hay que ponerse metas que permitan ver que hay un proyecto de nación, una espina dorsal que nos atraviesa. De lo contrario, estamos condenados a seguir cada uno por su lado y así es poco menos que imposible.