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Cuando un altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo, las razones que lo hicieran nacer tienen que ver más con la hipertrofia del ego de sus protagonistas y su consecuente extravío que con la apelación a valores trascendentes como la dignidad, o la seguridad. El matón del norte matonea (para eso lo eligieron) y el aprendiz del trópico ensaya su soliloquio atragantado desde hace décadas. Nada fue esencial. Nada fue definitivo. Borges afirmaba con su incisivo humor que algo definitivo, un texto, una postura, solo puede pertenecer a la religión o al cansancio.
Muchas cosas, es verdad, pudieron estar en juego. Y no. Apenas se mostraron los dientes. Y como en las peleas de mentiras de la escuela, cada uno se fue a su salón sin apenas cerrar los puños. Mejor así. Y no parece inútil recordar que el episodio alcanzó a convocar algunos partidarios que azuzaban el improvisado tinglado. De lado y lado. Sobre todo, del nuestro. Y tampoco. Hay maneras de hacer las cosas mejor y de llegar al mismo destino por un camino diferente. Sin apelar a las esencias ni a las trompadas ni a las amenazas. Ni creer que son tiempos propicios para resucitar a David y las analogías bíblicas.
Los mandatarios suelen ser presa de sus propios delirios. Y de sus propias frustraciones, maquilladas temporalmente por gruesas capas de áulicos de prestado. El problema está cuando se enardecen las barras con la primera chispa y entonces la convierten en una hoguera y a los pendencieros no les queda más remedio que darse en la jeta. Para no quedar mal ante la tribuna. No fue el caso. Menos mal. Siempre será mejor que pululen las versiones de los hechos a que se incendie la casa, y que el respetable piense lo que quiera, mientras los profetas del desastre nacional hacían sus cábalas del agujero por donde hubiéramos caído. El imperio no es tonto. Somos sus aliados, nos guste o no. Y les guste a ellos o no.
Con el paso del tiempo nadie se acordará de nada. Si es que ya no se olvidó la escaramuza, devorada por la realidad de todos los días.
