En 1945, el filósofo de la ciencia Karl Popper publica su libro La sociedad abierta y sus enemigos. La obra había sido escrita durante su exilio en Nueva Zelanda, una vez Austria cayó en manos del nazismo. Es un profundo texto en defensa de la democracia liberal y en contra de los totalitarismos. Popper desarrolla la que se ha llamado paradoja de la tolerancia. Su tesis es que una sociedad que tolerara de manera ilimitada a los intolerantes, al hacerlo, pone en riesgo la tolerancia misma, en tanto los intolerantes terminarán por imponer sus visiones y por segregar y excluir a sectores de la población por motivos raciales, religiosos e ideológicos. La pregunta, por tanto, es: ¿qué debería hacer una sociedad ante quienes promueven el racismo, la xenofobia, la misoginia o la exclusión?
La pregunta es pertinente en el contexto de la toma del Capitolio de los EE. UU. por parte de los sectores más radicales de la extrema derecha en los Estados Unidos. En consecuencia, Twitter decide clausurar de manera definitiva la cuenta de Donald Trump, al concluir que desde ella el mandatario estaba incitando a la violencia. Llevaba meses diciendo que le habían robado las elecciones. El problema grave es que el 39% de los estadounidenses le creía, al fin de cuentas es el presidente (por fortuna sólo hasta hoy). De manera provocadora, el día de la confirmación de la elección de Biden, afirmó ante la multitud: “Vamos al Capitolio y vamos a tratar de darles una lección a los demócratas que no tienen esperanza, que nunca votan por nada, ni siquiera un voto. Pero también vamos a intentar darles a nuestros republicanos —los débiles, porque los fuertes no necesitan nuestra ayuda—, vamos a intentar darles el tipo de orgullo y audacia que necesitan para recuperar nuestro país”. Efectivamente nos dieron una lección. Nos recordaron lo señalado por Popper ante el ascenso del fascismo y el comunismo en la primera mitad del siglo pasado en Europa: las sociedades deben aislar a los intolerantes y fanáticos que incitan a la violencia. De lo contrario, ponen en peligro la vida misma de sus democracias.
Algunos grupos extremistas sobresalían entre la multitud a la que instigaba el presidente. De un lado, los supremacistas blancos, quienes se agrupan en organizaciones como QAnon. Para ellos, Trump es un héroe que está librando una guerra contra las élites del gobierno y los medios de comunicación a quienes acusan de “adorar a Satanás”. Según sondeos, la mitad de los estadounidenses han oído hablar del movimiento y una quinta parte tiene una opinión favorable.
También estaba incitando a los Proud Boys, organización conformada exclusivamente por “machos”, quienes enarbolan banderas para prohibir la inmigración y la intervención del Estado en cualquier esfera. Defienden a ultranza el neoliberalismo y son abiertamente misóginos.
Cuando Twitter cancela la cuenta de Trump, no lo hace porque sea republicano, discrepe de sus tesis o porque —según The Washington Post— dijo 23.000 mentiras durante su mandato. Tampoco por sus posturas anticientíficas o los trinos en los que denigra de la población latina, a quienes ha calificado en diversas ocasiones de “violadores y ladrones”. Simplemente lo hace porque el presidente quebró la línea roja al “incitar a la violencia”.
En realidad, Twitter se demoró en cerrar la cuenta, porque desde mucho antes Trump había dejado de argumentar y había pasado a incitar la acción de los violentos. Popper diría que el presidente puso en riesgo la sociedad abierta que ha hecho de los Estados Unidos una democracia ejemplar en el mundo.
La filósofa Adela Cortina agrega otro elemento. A las personas hay que respetarlas, pero las opiniones —dice— tienen que ganarse el respeto. Actualmente nadie podría, por ejemplo, salir a defender la esclavitud, la tortura, las masacres, las violaciones, la desaparición forzada, los asesinatos o los mal llamados “falsos positivos”. Nadie podría hablar de “buenos muertos”. Esas no son opiniones, son afrentas a la humanidad que no se pueden aceptar en una sociedad democrática.
Sin duda, una sociedad democrática exige altos niveles de tolerancia, de manera que aprendamos a comunicarnos con personas que tienen ideologías, prácticas, historias, culturas y costumbres diferentes; en mayor medida, en un mundo globalizado en el que convivimos en los mismos espacios con diversas culturas, religiones y nacionalidades. El mayor reto para una democracia es impedir que se asesine a alguien por pensar diferente, que se excluya a quien profese un culto diferente, a quien pertenezca a otra nacionalidad, región o estrato socioeconómico. No es fácil. Se requiere un trabajo conjunto y muy responsable para entender que la riqueza de la vida humana está en la diversidad. Es gracias a que pensamos de manera diferente que nos desarrollamos como sociedad. En este contexto, el papel de la educación es irremplazable. Dependiendo de nuestros mediadores culturales, podemos volvernos tolerantes o intolerantes, aprender a respetar y valorar las diferencias, o aprender a despreciar y a odiar a quienes son diferentes. De esta manera, una educación de muy baja calidad es tierra fértil para el populismo, el fanatismo y la manipulación.
Una sociedad democrática debe promover la empatía y la tolerancia. De allí la necesidad de favorecer el debate argumentado de ideas. El límite se presenta cuando el fanatismo y el radicalismo hacen que se abandonen los argumentos y que aparezca la violencia. Esta es la línea roja que no se puede quebrar en una democracia. Si se quiebra, se pone en riesgo la convivencia. Con frecuencia los extremistas y fanáticos quiebran los límites y promueven la violencia. Eso le ha pasado a Trump, como también a tantos autoritarios y extremistas radicales como Castro, Chávez, Maduro, Ortega o Bolsonaro, por mencionar solo algunos.
Adama Dieng, asesor de Naciones Unidas, lo señalaba de manera profunda: “Los discursos de odio anteceden a los crímenes de odio”. Es por eso que la sociedad tiene que tener especial cuidado con los sectores políticos que estigmatizan, denigran o calumnian a sus contradictores. Ellos promueven la ira, el odio y la venganza. Rápidamente esas sociedades marchan hacia la destrucción del tejido social. Sin duda, este fenómeno ha venido pasando en nuestro país y ha faltado una respuesta mucho más fuerte de la sociedad y del Gobierno para impedir que caigamos en el despeñadero de la insensibilidad. Un acuerdo en defensa de la vida es imprescindible en estos momentos en Colombia. Como dice el secretario general de las Naciones Unidas, la prioridad en Colombia para 2021 debería ser “la protección de la vida de quienes dejaron las armas y de las comunidades afectadas por el conflicto”. No hay palabras para nombrar la indiferencia que hemos tenido ante la muerte en nuestro país.
Hay que cuidar la democracia. Valorar la diferencia es el alimento principal para defenderla. Por el contrario, los fanáticos e intolerantes son el arma principal para destruirla, porque ellos, con frecuencia, quiebran la línea roja. Sin ninguna duda, las redes se han demorado en cerrar todas las cuentas de quienes las usan para incitar a la violencia. Para eso se requiere de comités éticos en las plataformas con presencia de académicos y con poder para imponer sanciones. Comités diversos, plurales, multinacionales que cuiden la amenazada democracia.
La buena noticia es que al silenciar a los extremistas que promueven discursos de odio e incitan a la violencia se fortalece la sociedad abierta amplia y plural, que tendremos que seguir construyendo entre todos. Eso es verdad, tanto en Estados Unidos como en Colombia. Si queremos consolidar la democracia, ni allá ni aquí podemos seguir tolerando a los intolerantes. En Estados Unidos ya lograron impedir la reelección de Trump, un presidente caracterizado por sus posturas antidemocráticas y promotoras del odio. Lo cierto es que la democracia norteamericana nos ha mostrado que el debate razonado de ideas, la división de poderes y la alternancia en el poder son logros de la humanidad que se deben cuidar, para poder vivir en un país en el que luchar por la paz y el medio ambiente a nadie le cueste la vida.
Posdata. Tiene que estar muy enferma una sociedad en la que se amenaza a un niño por defender el medio ambiente y en la que los defensores ambientales son asesinados. Francisco Vera pide internet para garantizar el derecho al estudio de niños y jóvenes. ¡Te apoyamos! #FranciscoEstamosContigo
* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria)
En 1945, el filósofo de la ciencia Karl Popper publica su libro La sociedad abierta y sus enemigos. La obra había sido escrita durante su exilio en Nueva Zelanda, una vez Austria cayó en manos del nazismo. Es un profundo texto en defensa de la democracia liberal y en contra de los totalitarismos. Popper desarrolla la que se ha llamado paradoja de la tolerancia. Su tesis es que una sociedad que tolerara de manera ilimitada a los intolerantes, al hacerlo, pone en riesgo la tolerancia misma, en tanto los intolerantes terminarán por imponer sus visiones y por segregar y excluir a sectores de la población por motivos raciales, religiosos e ideológicos. La pregunta, por tanto, es: ¿qué debería hacer una sociedad ante quienes promueven el racismo, la xenofobia, la misoginia o la exclusión?
La pregunta es pertinente en el contexto de la toma del Capitolio de los EE. UU. por parte de los sectores más radicales de la extrema derecha en los Estados Unidos. En consecuencia, Twitter decide clausurar de manera definitiva la cuenta de Donald Trump, al concluir que desde ella el mandatario estaba incitando a la violencia. Llevaba meses diciendo que le habían robado las elecciones. El problema grave es que el 39% de los estadounidenses le creía, al fin de cuentas es el presidente (por fortuna sólo hasta hoy). De manera provocadora, el día de la confirmación de la elección de Biden, afirmó ante la multitud: “Vamos al Capitolio y vamos a tratar de darles una lección a los demócratas que no tienen esperanza, que nunca votan por nada, ni siquiera un voto. Pero también vamos a intentar darles a nuestros republicanos —los débiles, porque los fuertes no necesitan nuestra ayuda—, vamos a intentar darles el tipo de orgullo y audacia que necesitan para recuperar nuestro país”. Efectivamente nos dieron una lección. Nos recordaron lo señalado por Popper ante el ascenso del fascismo y el comunismo en la primera mitad del siglo pasado en Europa: las sociedades deben aislar a los intolerantes y fanáticos que incitan a la violencia. De lo contrario, ponen en peligro la vida misma de sus democracias.
Algunos grupos extremistas sobresalían entre la multitud a la que instigaba el presidente. De un lado, los supremacistas blancos, quienes se agrupan en organizaciones como QAnon. Para ellos, Trump es un héroe que está librando una guerra contra las élites del gobierno y los medios de comunicación a quienes acusan de “adorar a Satanás”. Según sondeos, la mitad de los estadounidenses han oído hablar del movimiento y una quinta parte tiene una opinión favorable.
También estaba incitando a los Proud Boys, organización conformada exclusivamente por “machos”, quienes enarbolan banderas para prohibir la inmigración y la intervención del Estado en cualquier esfera. Defienden a ultranza el neoliberalismo y son abiertamente misóginos.
Cuando Twitter cancela la cuenta de Trump, no lo hace porque sea republicano, discrepe de sus tesis o porque —según The Washington Post— dijo 23.000 mentiras durante su mandato. Tampoco por sus posturas anticientíficas o los trinos en los que denigra de la población latina, a quienes ha calificado en diversas ocasiones de “violadores y ladrones”. Simplemente lo hace porque el presidente quebró la línea roja al “incitar a la violencia”.
En realidad, Twitter se demoró en cerrar la cuenta, porque desde mucho antes Trump había dejado de argumentar y había pasado a incitar la acción de los violentos. Popper diría que el presidente puso en riesgo la sociedad abierta que ha hecho de los Estados Unidos una democracia ejemplar en el mundo.
La filósofa Adela Cortina agrega otro elemento. A las personas hay que respetarlas, pero las opiniones —dice— tienen que ganarse el respeto. Actualmente nadie podría, por ejemplo, salir a defender la esclavitud, la tortura, las masacres, las violaciones, la desaparición forzada, los asesinatos o los mal llamados “falsos positivos”. Nadie podría hablar de “buenos muertos”. Esas no son opiniones, son afrentas a la humanidad que no se pueden aceptar en una sociedad democrática.
Sin duda, una sociedad democrática exige altos niveles de tolerancia, de manera que aprendamos a comunicarnos con personas que tienen ideologías, prácticas, historias, culturas y costumbres diferentes; en mayor medida, en un mundo globalizado en el que convivimos en los mismos espacios con diversas culturas, religiones y nacionalidades. El mayor reto para una democracia es impedir que se asesine a alguien por pensar diferente, que se excluya a quien profese un culto diferente, a quien pertenezca a otra nacionalidad, región o estrato socioeconómico. No es fácil. Se requiere un trabajo conjunto y muy responsable para entender que la riqueza de la vida humana está en la diversidad. Es gracias a que pensamos de manera diferente que nos desarrollamos como sociedad. En este contexto, el papel de la educación es irremplazable. Dependiendo de nuestros mediadores culturales, podemos volvernos tolerantes o intolerantes, aprender a respetar y valorar las diferencias, o aprender a despreciar y a odiar a quienes son diferentes. De esta manera, una educación de muy baja calidad es tierra fértil para el populismo, el fanatismo y la manipulación.
Una sociedad democrática debe promover la empatía y la tolerancia. De allí la necesidad de favorecer el debate argumentado de ideas. El límite se presenta cuando el fanatismo y el radicalismo hacen que se abandonen los argumentos y que aparezca la violencia. Esta es la línea roja que no se puede quebrar en una democracia. Si se quiebra, se pone en riesgo la convivencia. Con frecuencia los extremistas y fanáticos quiebran los límites y promueven la violencia. Eso le ha pasado a Trump, como también a tantos autoritarios y extremistas radicales como Castro, Chávez, Maduro, Ortega o Bolsonaro, por mencionar solo algunos.
Adama Dieng, asesor de Naciones Unidas, lo señalaba de manera profunda: “Los discursos de odio anteceden a los crímenes de odio”. Es por eso que la sociedad tiene que tener especial cuidado con los sectores políticos que estigmatizan, denigran o calumnian a sus contradictores. Ellos promueven la ira, el odio y la venganza. Rápidamente esas sociedades marchan hacia la destrucción del tejido social. Sin duda, este fenómeno ha venido pasando en nuestro país y ha faltado una respuesta mucho más fuerte de la sociedad y del Gobierno para impedir que caigamos en el despeñadero de la insensibilidad. Un acuerdo en defensa de la vida es imprescindible en estos momentos en Colombia. Como dice el secretario general de las Naciones Unidas, la prioridad en Colombia para 2021 debería ser “la protección de la vida de quienes dejaron las armas y de las comunidades afectadas por el conflicto”. No hay palabras para nombrar la indiferencia que hemos tenido ante la muerte en nuestro país.
Hay que cuidar la democracia. Valorar la diferencia es el alimento principal para defenderla. Por el contrario, los fanáticos e intolerantes son el arma principal para destruirla, porque ellos, con frecuencia, quiebran la línea roja. Sin ninguna duda, las redes se han demorado en cerrar todas las cuentas de quienes las usan para incitar a la violencia. Para eso se requiere de comités éticos en las plataformas con presencia de académicos y con poder para imponer sanciones. Comités diversos, plurales, multinacionales que cuiden la amenazada democracia.
La buena noticia es que al silenciar a los extremistas que promueven discursos de odio e incitan a la violencia se fortalece la sociedad abierta amplia y plural, que tendremos que seguir construyendo entre todos. Eso es verdad, tanto en Estados Unidos como en Colombia. Si queremos consolidar la democracia, ni allá ni aquí podemos seguir tolerando a los intolerantes. En Estados Unidos ya lograron impedir la reelección de Trump, un presidente caracterizado por sus posturas antidemocráticas y promotoras del odio. Lo cierto es que la democracia norteamericana nos ha mostrado que el debate razonado de ideas, la división de poderes y la alternancia en el poder son logros de la humanidad que se deben cuidar, para poder vivir en un país en el que luchar por la paz y el medio ambiente a nadie le cueste la vida.
Posdata. Tiene que estar muy enferma una sociedad en la que se amenaza a un niño por defender el medio ambiente y en la que los defensores ambientales son asesinados. Francisco Vera pide internet para garantizar el derecho al estudio de niños y jóvenes. ¡Te apoyamos! #FranciscoEstamosContigo
* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria)