¿Está aumentando el “bullying” en los colegios?
Muchos padres creen que sus hijos son víctimas de bullying en el colegio. Sin saberlo, esos padres confunden el acoso escolar con el conflicto y, creyendo proteger a sus hijos, lo que están haciendo es formar niños y niñas incapaces de resolver conflictos.
Muchos padres tienen la impresión de que sus hijos e hijas son matoneados frecuentemente en sus colegios y, debido a eso, hablan del supuesto maltrato que reciben por parte de sus compañeros. Les dicen a profesores y coordinadores: “A mi hijo le quitaron la lonchera en el descanso”; “mientras iba corriendo, un compañero le hizo zancadilla”; “a ella le dicen cosas muy feas los demás niños” o “lo que pasa es que sus compañeros no lo invitan a jugar”.
Los padres que se expresan de esa manera confunden dos conceptos diferentes: bullying y conflicto. El conflicto es connatural a las relaciones interpersonales y se expresa cuando las opiniones e intereses entran en tensión. Por eso, los tenemos en la casa, el barrio, la familia, la calle, la escuela o el trabajo. Sin embargo, debe ser claro que en el conflicto estamos ante una relación simétrica entre dos o más personas que confrontan ideas, insultos o golpes. Por el contrario, el bullying necesariamente implica una relación asimétrica entre los participantes. En este caso, uno de los niños tiene más poder y lo aprovecha para agredir e intimidar a la víctima. Es más fuerte, más grande y menos sensible y empático. Además, se apoya en un subgrupo para acrecentar su poder. En consecuencia, entre agresor y víctima existen dinámicas de intimidación.
Una segunda diferencia tiene que ver con la intencionalidad y la sistematicidad. En el caso del bullying, el objetivo de quien lo practica es atemorizar e infligir daño a un estudiante de manera periódica. El conflicto, por el contrario, emerge en un momento dado y bajo circunstancias específicas. Es contextual.
Aprender a resolver conflictos es una competencia esencial para la vida y desarrollarla debería ser una responsabilidad fundamental en los colegios y los hogares. El problema es que hoy es muy difícil enseñarla en familias que tienen hijos únicos y con padres que trabajan a todas las horas. En las familias grandes, los hermanos eran los maestros curtidos para enseñar a resolver conflictos. Hoy, por lo general, en las familias modernas de estratos medios y altos no existen ni hermanos ni vecinos y los padres pasan mucho tiempo trabajando. Por eso los niños tienen gran dificultad para aprender a resolver conflictos: carecen de la mediación y orientación necesaria.
Estanislao Zuleta tenía muy clara la distinción anterior cuando afirmaba que “una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De conocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Que sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz”.
El 2 de octubre de 2016 todos los colombianos fuimos testigos de que todavía no estábamos maduros para la paz porque aún no habíamos aprendido a resolver los conflictos de manera dialogada, argumentada y pacífica. Hoy, en 2023, seguimos teniendo enorme dificultad para reconocer, valorar y aprender de las diferencias. Fácilmente convertimos en enemigos a nuestros contradictores y a diario los conflictos terminan en tragedias. No hemos aprendido a dialogar.
En Colombia no existen estadísticas que permitan comparar la frecuencia del bullying en diferentes periodos históricos porque el primer seguimiento masivo fue realizado hasta 2006 por la Universidad de los Andes en Bogotá, bajo la dirección de Enrique Chaux. Pero quien haya conocido las escuelas en los años sesenta y setenta del siglo pasado sabe que a nivel institucional estaban plenamente avalados la violencia y el castigo corporal y psicológico. Era frecuente que los profesores infligieran dolor, humillación y pánico a los menores. Eran cosa de todos los días las cachetadas, pellizcos e insultos. Pero el caso más generalizado era la intimidación que se ejercía en clase y en las evaluaciones para demostrar que el poder recaía en el profesor.
Mientras eso hacían docentes y directivos, los estudiantes humillaban a quienes se equivocaban en las respuestas, corrían de manera lenta, preguntaban en clase o mostraban algún defecto físico. La peor parte la recibían los jóvenes de orientación sexual diversa, quienes eran humillados a diario por sus compañeros. También había violencia sistemática contra quienes provenían de otras regiones o pertenecían a etnias diferentes. Estábamos ante casos de bullying avalados por la cultura escolar.
Los seguimientos a estos casos en varios países permiten pensar que estamos ante un tipo de agresión que, muy seguramente, ha venido disminuyendo. En Chile, por ejemplo, han encontrado disminuciones significativas en la intimidación por parte de los estudiantes en los últimos tiempos. Es así como, mientras en 2005 el 45 % de los estudiantes reportaba que en ese año alguien de su establecimiento lo había agredido, esta prevalencia bajó al 23 % en 2009. También ha disminuido significativamente el humillante “mechoneo” que recibían los primíparos al ingresar a la universidad. En su texto Los ángeles que llevamos dentro (2011), Steven Pinker encuentra una sensible disminución en el número de peleas y en la sensación de miedo en las escuelas de EE. UU. para el periodo 1990 a 2011.
Es cierto, a los colegios nos toca hacer muchas más cosas para que los niños aprendan a resolver conflictos. En las instituciones educativas deberían existir espacios curriculares y extracurriculares para aprender a conocernos a nosotros mismos, así como a comprender y valorar a los otros. Deberían existir evaluaciones de actitudes, grupos de estudiantes empoderados para realizar seguimiento a la convivencia, mesas de diálogo y comisiones donde se analice en qué caso un estudiante intimidó a un compañero. Lo que necesitamos es que todos los niños aprenden a resolver sus conflictos de manera dialogada, reflexiva, argumentada, colectiva y pacífica. Esa es una tarea fundamental de las nuevas escuelas y una responsabilidad que, tristemente, han dejado de cumplir muchas de las familias actuales.
Hoy el bullying encuentra en la tecnología una peligrosa forma para expandirse. La intimidación ahora puede hacerse a cualquier hora, mientras que los mensajes tienen crecimiento fractal y permanecen en las redes por tiempos ilimitados. Pese a las nuevas formas que adopta, podemos afirmar que hoy en día hay menos bullying en los colegios del país y que este avance marcha a la par con el reconocimiento de los derechos de las mujeres, las diversidades sexuales, étnicas, ideológicas, religiosas y regionales, así como con el creciente reconocimiento de los derechos de los menores. A pesar de todo lo anterior, ¿por qué los padres creen que el bullying viene en aumento en las últimas décadas? Daré dos argumentos para explicar esta aparente paradoja.
Primero. Porque ahora el bullying es mucho más visible. Hay más seguimiento, acciones y denuncias. Se prenden las alarmas ante los primeros casos de exclusión e intimidación. Al ser más visible, lo vemos más y somos más conscientes de su existencia. Antes, por el contrario, como en las mafias, había un pacto de silencio grupal ante la intimidación. Ese cambio cultural es muy positivo, porque es evidente que el bullying puede generar efectos muy negativos en el autoconcepto de las víctimas. Causa muchísimo dolor y tristeza. Los niños maltratados quedan interiormente dañados y, lo más grave, sus efectos perduran en el tiempo.
Segundo. Vivimos en una sociedad que tiene niveles muy altos de angustia y ansiedad. Los medios de comunicación y las redes divulgan casi exclusivamente noticias negativas. Los padres creen que la inseguridad y el peligro asechan en cada esquina y que cada día el mundo se vuelve más peligroso. Sobredimensionan los riesgos que siempre han existido y crean en sus mentes nuevos peligros, la gran mayoría de los cuales no son reales.
Esos padres angustiados, contrario a lo que ellos creen, confían muy poco en sus hijos. Como no confían en ellos, los sustituyen y toman decisiones como escribir a los padres de los compañeros y a los profesores. Al hacerlo, forman niños incapaces de resolver conflictos. Ojalá leyeran a Zuleta, porque él les enseñaría que una sociedad mejor es aquella que sabe tramitar sus conflictos y que un niño con mejor futuro es aquel que aprende a convertir las dificultades en oportunidades para crecer.
* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria).
Muchos padres creen que sus hijos son víctimas de bullying en el colegio. Sin saberlo, esos padres confunden el acoso escolar con el conflicto y, creyendo proteger a sus hijos, lo que están haciendo es formar niños y niñas incapaces de resolver conflictos.
Muchos padres tienen la impresión de que sus hijos e hijas son matoneados frecuentemente en sus colegios y, debido a eso, hablan del supuesto maltrato que reciben por parte de sus compañeros. Les dicen a profesores y coordinadores: “A mi hijo le quitaron la lonchera en el descanso”; “mientras iba corriendo, un compañero le hizo zancadilla”; “a ella le dicen cosas muy feas los demás niños” o “lo que pasa es que sus compañeros no lo invitan a jugar”.
Los padres que se expresan de esa manera confunden dos conceptos diferentes: bullying y conflicto. El conflicto es connatural a las relaciones interpersonales y se expresa cuando las opiniones e intereses entran en tensión. Por eso, los tenemos en la casa, el barrio, la familia, la calle, la escuela o el trabajo. Sin embargo, debe ser claro que en el conflicto estamos ante una relación simétrica entre dos o más personas que confrontan ideas, insultos o golpes. Por el contrario, el bullying necesariamente implica una relación asimétrica entre los participantes. En este caso, uno de los niños tiene más poder y lo aprovecha para agredir e intimidar a la víctima. Es más fuerte, más grande y menos sensible y empático. Además, se apoya en un subgrupo para acrecentar su poder. En consecuencia, entre agresor y víctima existen dinámicas de intimidación.
Una segunda diferencia tiene que ver con la intencionalidad y la sistematicidad. En el caso del bullying, el objetivo de quien lo practica es atemorizar e infligir daño a un estudiante de manera periódica. El conflicto, por el contrario, emerge en un momento dado y bajo circunstancias específicas. Es contextual.
Aprender a resolver conflictos es una competencia esencial para la vida y desarrollarla debería ser una responsabilidad fundamental en los colegios y los hogares. El problema es que hoy es muy difícil enseñarla en familias que tienen hijos únicos y con padres que trabajan a todas las horas. En las familias grandes, los hermanos eran los maestros curtidos para enseñar a resolver conflictos. Hoy, por lo general, en las familias modernas de estratos medios y altos no existen ni hermanos ni vecinos y los padres pasan mucho tiempo trabajando. Por eso los niños tienen gran dificultad para aprender a resolver conflictos: carecen de la mediación y orientación necesaria.
Estanislao Zuleta tenía muy clara la distinción anterior cuando afirmaba que “una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De conocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Que sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz”.
El 2 de octubre de 2016 todos los colombianos fuimos testigos de que todavía no estábamos maduros para la paz porque aún no habíamos aprendido a resolver los conflictos de manera dialogada, argumentada y pacífica. Hoy, en 2023, seguimos teniendo enorme dificultad para reconocer, valorar y aprender de las diferencias. Fácilmente convertimos en enemigos a nuestros contradictores y a diario los conflictos terminan en tragedias. No hemos aprendido a dialogar.
En Colombia no existen estadísticas que permitan comparar la frecuencia del bullying en diferentes periodos históricos porque el primer seguimiento masivo fue realizado hasta 2006 por la Universidad de los Andes en Bogotá, bajo la dirección de Enrique Chaux. Pero quien haya conocido las escuelas en los años sesenta y setenta del siglo pasado sabe que a nivel institucional estaban plenamente avalados la violencia y el castigo corporal y psicológico. Era frecuente que los profesores infligieran dolor, humillación y pánico a los menores. Eran cosa de todos los días las cachetadas, pellizcos e insultos. Pero el caso más generalizado era la intimidación que se ejercía en clase y en las evaluaciones para demostrar que el poder recaía en el profesor.
Mientras eso hacían docentes y directivos, los estudiantes humillaban a quienes se equivocaban en las respuestas, corrían de manera lenta, preguntaban en clase o mostraban algún defecto físico. La peor parte la recibían los jóvenes de orientación sexual diversa, quienes eran humillados a diario por sus compañeros. También había violencia sistemática contra quienes provenían de otras regiones o pertenecían a etnias diferentes. Estábamos ante casos de bullying avalados por la cultura escolar.
Los seguimientos a estos casos en varios países permiten pensar que estamos ante un tipo de agresión que, muy seguramente, ha venido disminuyendo. En Chile, por ejemplo, han encontrado disminuciones significativas en la intimidación por parte de los estudiantes en los últimos tiempos. Es así como, mientras en 2005 el 45 % de los estudiantes reportaba que en ese año alguien de su establecimiento lo había agredido, esta prevalencia bajó al 23 % en 2009. También ha disminuido significativamente el humillante “mechoneo” que recibían los primíparos al ingresar a la universidad. En su texto Los ángeles que llevamos dentro (2011), Steven Pinker encuentra una sensible disminución en el número de peleas y en la sensación de miedo en las escuelas de EE. UU. para el periodo 1990 a 2011.
Es cierto, a los colegios nos toca hacer muchas más cosas para que los niños aprendan a resolver conflictos. En las instituciones educativas deberían existir espacios curriculares y extracurriculares para aprender a conocernos a nosotros mismos, así como a comprender y valorar a los otros. Deberían existir evaluaciones de actitudes, grupos de estudiantes empoderados para realizar seguimiento a la convivencia, mesas de diálogo y comisiones donde se analice en qué caso un estudiante intimidó a un compañero. Lo que necesitamos es que todos los niños aprenden a resolver sus conflictos de manera dialogada, reflexiva, argumentada, colectiva y pacífica. Esa es una tarea fundamental de las nuevas escuelas y una responsabilidad que, tristemente, han dejado de cumplir muchas de las familias actuales.
Hoy el bullying encuentra en la tecnología una peligrosa forma para expandirse. La intimidación ahora puede hacerse a cualquier hora, mientras que los mensajes tienen crecimiento fractal y permanecen en las redes por tiempos ilimitados. Pese a las nuevas formas que adopta, podemos afirmar que hoy en día hay menos bullying en los colegios del país y que este avance marcha a la par con el reconocimiento de los derechos de las mujeres, las diversidades sexuales, étnicas, ideológicas, religiosas y regionales, así como con el creciente reconocimiento de los derechos de los menores. A pesar de todo lo anterior, ¿por qué los padres creen que el bullying viene en aumento en las últimas décadas? Daré dos argumentos para explicar esta aparente paradoja.
Primero. Porque ahora el bullying es mucho más visible. Hay más seguimiento, acciones y denuncias. Se prenden las alarmas ante los primeros casos de exclusión e intimidación. Al ser más visible, lo vemos más y somos más conscientes de su existencia. Antes, por el contrario, como en las mafias, había un pacto de silencio grupal ante la intimidación. Ese cambio cultural es muy positivo, porque es evidente que el bullying puede generar efectos muy negativos en el autoconcepto de las víctimas. Causa muchísimo dolor y tristeza. Los niños maltratados quedan interiormente dañados y, lo más grave, sus efectos perduran en el tiempo.
Segundo. Vivimos en una sociedad que tiene niveles muy altos de angustia y ansiedad. Los medios de comunicación y las redes divulgan casi exclusivamente noticias negativas. Los padres creen que la inseguridad y el peligro asechan en cada esquina y que cada día el mundo se vuelve más peligroso. Sobredimensionan los riesgos que siempre han existido y crean en sus mentes nuevos peligros, la gran mayoría de los cuales no son reales.
Esos padres angustiados, contrario a lo que ellos creen, confían muy poco en sus hijos. Como no confían en ellos, los sustituyen y toman decisiones como escribir a los padres de los compañeros y a los profesores. Al hacerlo, forman niños incapaces de resolver conflictos. Ojalá leyeran a Zuleta, porque él les enseñaría que una sociedad mejor es aquella que sabe tramitar sus conflictos y que un niño con mejor futuro es aquel que aprende a convertir las dificultades en oportunidades para crecer.
* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria).