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Conocí a Abel en los años 80, en el mejor momento del sindicalismo en Colombia. De manera excepcional, se habían combinado las circunstancias políticas, gremiales y educativas, y la Federación Colombiana de Educadores (Fecode), que él presidía, impulsaba el Movimiento Pedagógico por todo el país. La Federación invitaba a los maestros a construir una escuela alternativa distante de las orientaciones tradicionales y rutinarias que venía imponiendo el Ministerio de Educación Nacional décadas atrás. El Ministerio quería establecer una tecnología educativa mecánica y repetitiva “a prueba de maestros”. Con toda razón Fecode se opuso y logró algo casi impensable: que los docentes se contagiaran de pasión para construir innovaciones pedagógicas que presionaran la transformación de la educación desde abajo y corrieran el límite de lo posible en educación.
Para esa época, las instituciones educativas eran más autoritarias y antidemocráticas. Fecode impulsó los cambios educativos que se vendrían a concretar en la Ley General de Educación de 1994, y que garantizaron la autonomía institucional a nivel pedagógico y curricular, así como establecieron órganos de dirección colegiados, construcción colectiva del Proyecto Educativo Institucional (PEI) y la obligatoriedad de tres años para todos los niños en la educación inicial (una y otra vez incumplida por los gobiernos). Desde entonces surgió el “cuento del PEI”, aunque años más tarde, también hay que reconocerlo, se debilitó la reflexión pedagógica al interior de Fecode y el énfasis de su trabajo se desplazó casi por completo hacia aspectos de tipo gremial.
Como siempre, los hijos se parecen a los padres. La Ley 115 era hija de la Constitución de 1991, por lo que, de una Constitución pluralista y participativa, emergió una ley para fortalecer la democracia y la autonomía en los colegios. No por casualidad Abel estuvo presente en ambos procesos. También fue asambleísta en la Constituyente de 1991. Aunque hay que reconocer que los siguientes gobiernos presionarían para restringir la participación y libertad de las instituciones educativas, intención que el propio Abel denominó la “contrarreforma educativa”. Desafortunadamente para la democracia, los enemigos de la participación adquirieron mucho poder y una década después se había vuelto a restringir la autonomía de los colegios.
Volví a hablar con Abel cuando lo nombraron viceministro de Educación. Allí se dedicó a impulsar, por primera vez en la historia de Colombia, un Plan Decenal que comenzara a construir una política pública de largo aliento en educación, de la cual hemos carecido en el país. Abel fue su gerente y para ello impulsó una gigantesca movilización de maestros, padres de familia, estudiantes y ciudadanos. Su vida fue la de un luchador y por ello siempre estuvo rodeada de movilizaciones. Un día antes de su muerte, nos animamos mucho por la notable recuperación que mostraba. Lo que no sabíamos era que estaba dando su última batalla por la vida y, tristemente para todos, esa pelea la perdió. Aun así, nos deja una huella imborrable en el corazón, en la democracia y en la batalla por los derechos civiles.
Quizás su historia más conocida la vivió cuando asumió la Secretaría de Educación durante el gobierno de Lucho Garzón. Allí desarrolló un esfuerzo muy importante para garantizar el derecho a la educación e impulsó la más significativa transformación en la infraestructura educativa de la que tengamos noticia en el país. Se estableció la gratuidad y el subsidio a los padres que no enviaban a sus hijos a la escuela, para favorecer la decisión de hacerlo. La capital fue pionera en la provisión de todos los servicios complementarios relacionados con la merienda, el almuerzo y el transporte. Bogotá se convirtió en una gran educadora y, desde ese momento, es ejemplo mundial en la consolidación del derecho a la educación, logro que ha sido reconocido por diversas organizaciones dedicadas al sector educativo, tales como la Unesco.
Su tarea no se detuvo allí y lideró la más importante transformación pedagógica que se haya implementado a nivel regional. Se reestructuró el currículo por campos del pensamiento y se reorganizaron las instituciones educativas en cinco ciclos del desarrollo, con el fin de fortalecer el trabajo en equipo e implementar la transformación curricular en curso. Así mismo, la Secretaría de Educación seleccionó a algunos de sus mejores docentes, conformó “Equipos de Calidad” para acompañar in situ a los maestros y estableció reuniones semanales para dialogar con ellos: las “Sabatinas”. Se fortaleció la reflexión pedagógica en los colegios distritales, se consolidó la política de “maestros formando maestros” y disminuyeron las brechas educativas según tipo de colegio y género: ¡se estaba gestando una profunda transformación pedagógica en los colegios oficiales, que se debilitó un tiempo después y se detuvo por completo en los últimos años!
Desde entonces inicié una amistad con Abel que mantuve hasta una semana antes de que contrajera el virus. Él se hacía querer. Era afable, reflexivo, flexible, soñador, comprometido, independiente, buen conversador y crítico, virtudes esenciales de un buen docente. Muchos aprendimos a su lado. Tenía enorme liderazgo y contagiaba afectivamente.
Se adelantó a su tiempo. Hizo en su vida causa común con el derecho a la educación. Por eso tantos lo quisieron y también, por eso mismo, ganó enemigos. Era una figura prominente en el panorama político nacional y eso lo sabían sus opositores. Cuando la Procuraduría se convirtió en un feudo político para golpearlos, Abel fue uno de los inhabilitados, en un proceso que el tiempo se encargaría de desmentir.
Abel sabía que su tarea había quedado inconclusa, faltaba una transformación pedagógica que garantizara una educación de calidad para todos y todas. A esa nueva movilización y a la construcción de la paz dedicaría su última década. Por eso escribió y participó activamente en la creación de un nuevo Movimiento Pedagógico y Social por una educación de calidad, en la Misión de Educadores y Sabiduría Popular y en múltiples seminarios por todo el país. Lo llamaban, lo invitaban y lo consultaban. Todos lo querían.
Junto con un grupo de amigos, una semana antes de contagiarse, escuchamos virtualmente una selección de los mejores vallenatos. Él era amante del tango y el bolero. Por eso pidió que en la siguiente sesión no existieran tantas restricciones para escoger. Él quería oír Cambalache. Lo haremos sonar en la próxima, como sonará su voz por todo Colombia cada vez que un niño acceda a la escuela. Será tarea de los docentes enseñarles a los estudiantes que esos derechos no han llegado gratuitamente y que otros los han garantizado dando largas y comprometidas batallas. Uno de estos luchadores, y de los más importantes, se llamaba Abel Rodríguez Céspedes y cariñosamente le decíamos Abelito. Nos hará mucha falta, como amigo, como demócrata y como luchador social. #GraciasAbel y #BuenViajeMaestro
* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria).