La familia es la institución social que más se ha transformado en los últimos 50 años en el mundo occidental. Hace algunos años eran profundamente autoritarias, patriarcales y machistas. Durante siglos, reprodujeron modelos tradicionales y perpetuaron valores conservadores. El padre imponía la autoridad y la madre el afecto, en tanto hijos e hijas no tenían opción distinta que obedecer. La comunicación con el padre era fría y distante y, por lo general, estaba mediada por la madre.
Todo comenzó a cambiar con la revolución contracultural de los años 60, el movimiento hippie, la conquista de los derechos de las mujeres, la píldora y la liberación sexual que la acompañó. Hasta ese momento, el divorcio era ilegal y se sancionaba socialmente. Se estigmatizaba a quienes lo practicaban. A partir de los años 70, de manera bastante generalizada, las parejas se separan y reconfiguran. En Estados Unidos dos de cada tres parejas lo han hecho y en América Latina por lo menos una de cada tres. En Colombia, para 2015, una de cada tres mujeres de más de 40 años había tenido dos o más uniones matrimoniales (DANE, Encuesta Nacional de Hogares, 2015).
Las mujeres hoy tienen vida propia y su rol en la sociedad no está ligado exclusivamente a la procreación. En la mayoría de países de Europa, tienen el primer hijo después de los 30 años (32,1 en España y 31, 9 en Italia, entre otros). Así mismo, se generalizó su ingreso a la universidad y a la fuerza laboral. En el mundo de hoy el 60 % de los graduados universitarios y el 53 % de la fuerza laboral son mujeres. A este último dato hay que sumarle el inmenso trabajo no remunerado que la sociedad machista les ha asignado en los hogares.
En 1976 David Cooper pronosticaba la muerte de la familia. No se cumplió su predicción, pero sin lugar a dudas las familias se reinventaron. Las conformadas por padre, madre e hijos hoy son la excepción. Por lo menos en Colombia el 70 % de los hogares tienen otras estructuras y por eso debemos hablar de “las familias” en plural. Aparecen los hogares de ancianos, la convivencia entre jóvenes, las parejas de homosexuales son más visibles y aceptadas, es cada vez más común ver individuos viviendo solos o matrimonios sin hijos o sin convivencia, entre muchas más opciones. Así mismo, en el país el promedio de personas por hogar pasó de 9,4 en 1966 a 3,1 en 2019 y el 38 % de ellos están a cargo de una mujer (DANE, ENH, 2020).
Estos cambios en la estructura de las familias han generado también una profunda transformación en los estilos de autoridad y en la formación de los hijos e hijas. Hoy me referiré exclusivamente a uno: la aparición de familias en las que la autoridad ya no está centrada en los padres, sino que ha sido trasladada a los menores. Los hijos adquieren plena potestad para juzgar, actuar y decidir, en todo momento, lugar y circunstancia, diluyendo así, completamente, los límites y la autoridad en el hogar. Ellos toman importantes decisiones sobre con quién estar, a dónde ir, qué hacer, a qué hora llegar o cuándo estudiar, independientemente de la edad que tengan. Es un fenómeno reciente en el que están involucrados un buen grupo de hogares de los estratos medios y altos en la sociedad. Curiosamente siguen siendo familias autoritarias, pero en este caso quien impone la voluntad no son los padres, sino los hijos que actúan plenipotenciariamente.
Una de las claves para entender las familias permisivas es que la prioridad y el sentido de vida de los padres ya no está centrado prioritariamente en los hijos. Padres y madres tienen ideales propios que los llevan a ampliar sus estudios y sus propios proyectos de vida. Se trata de una sociedad más orientada al trabajo que al núcleo familiar.
Los padres permisivos dedican poco tiempo a sus hijos y, para remediar esta debilidad, les permiten hacer lo que quieran. La falta de afecto y comunicación la intentan compensar con regalos, libertad de elección y ausencia de límites.
La finalidad del padre o madre permisiva es buscar siempre y en todo lugar la supuesta felicidad del niño. Se consideran amigos de sus hijos. Lo que no se dan cuenta es que sus hijos ganan un amigo o amiga, pero pierden al padre o a la madre que necesitan. De pequeños, estos niños aprenden que sus padres sufren cuando ellos hacen pataletas en público y saben que esta es una estrategia muy eficiente para imponer su voluntad. Logran sus objetivos a punta de berrinches y manipulación. Estos padres no son conscientes de que están formando pequeños tiranos que muerden, maltratan, insultan e imponen su voluntad mediante el chantaje afectivo. A mediano plazo, estos hijos les reprocharán a sus padres cuando no cumplan con las obligaciones que los padres mismos se han autoimpuesto al no poner ningún límite. Es muy común que abandonen o maltraten psicológica y emocionalmente a sus progenitores. En cualquier caso, se reproducen las consecuencias del autoritarismo, pero ahora ejercido desde los hijos hacia los padres.
Los hijos de padres permisivos son fácilmente reconocibles en los colegios porque estos niños tienden a ser rechazados por sus compañeros. Ellos nunca aprendieron a escuchar, dialogar o consensuar. Sus padres no les enseñaron a convivir y a pedir la palabra. Tampoco los formaron para compartir sus juguetes o respetar las reglas. En sus hogares siguieron siendo pequeños reyezuelos. Son niños sobrevalorados por sus familias. Es por eso que sienten que son ellos quienes deben decidir las condiciones de los juegos y de las actividades. Es más frecuente que sean hijos únicos, pero si no lo son, actúan como si lo fueran.
Los hijos de padres permisivos tampoco generan empatía con sus profesores porque son excesivamente demandantes, se saltan las filas y pretenden que las normas se acomoden a su voluntad. Son caprichosos, se esfuerzan poco y, en general, desarrollan muy baja tolerancia a la frustración. Estudios desarrollados por el ICFES nos permiten concluir que los hijos de padres permisivos en promedio alcanzan 15 puntos menos en sus pruebas SABER 11. Es comprensible, porque son niños que se esfuerzan poco. No hay que olvidar que el aprendizaje es un proceso de reestructuración, de lucha entre los aprendizajes nuevos y las ideas previas. Por eso, exige mediación, dedicación y trabajo: ¡Sin esfuerzo no hay aprendizaje!
Los padres autoritarios forman hijos tristes, obedientes y de personalidad débil. Por el contrario, los padres permisivos forman hijos sobre seguros, insensibles, poco empáticos y con grandes dificultades para convivir con los demás. Los primeros sobrevaloran la disciplina y la autoridad, en tanto los segundos subvaloran la necesidad de poner límites. En los hogares autoritarios hay exceso de control, como hay carencia de límites en los hogares permisivos. En ninguno de los dos se cumple lo que recomendaba Platón: Dos excesos deben evitarse en la educación de la juventud, demasiada severidad y demasiada dulzura.
Las familias democráticas realizan actividades colectivas, dialogan y se apoyan, pero la autoridad recae necesariamente en los mayores. De manera similar, los gobiernos democráticos respetan la independencia de poderes, promueven la participación y la libertad de prensa y opinión, pero es claro que tienen que tomar decisiones que, con alguna frecuencia, no dejan satisfechos a todos, aunque siempre busquen el beneficio de la mayoría.
La conclusión es clara: los estilos de crianza muy autoritarios o demasiado permisivos, no permiten formar a los ciudadanos que necesitamos para vivir mejor en sociedad. Tal vez tenía razón Winston Churchill cuando decía: “La democracia es el peor de los gobiernos, exceptuando todos los demás”. Habría que agregar que eso que decía también se cumple al interior de las familias. Al fin de cuentas, en los hogares se forman los ciudadanos que construirán la democracia del mañana.
* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria)
La familia es la institución social que más se ha transformado en los últimos 50 años en el mundo occidental. Hace algunos años eran profundamente autoritarias, patriarcales y machistas. Durante siglos, reprodujeron modelos tradicionales y perpetuaron valores conservadores. El padre imponía la autoridad y la madre el afecto, en tanto hijos e hijas no tenían opción distinta que obedecer. La comunicación con el padre era fría y distante y, por lo general, estaba mediada por la madre.
Todo comenzó a cambiar con la revolución contracultural de los años 60, el movimiento hippie, la conquista de los derechos de las mujeres, la píldora y la liberación sexual que la acompañó. Hasta ese momento, el divorcio era ilegal y se sancionaba socialmente. Se estigmatizaba a quienes lo practicaban. A partir de los años 70, de manera bastante generalizada, las parejas se separan y reconfiguran. En Estados Unidos dos de cada tres parejas lo han hecho y en América Latina por lo menos una de cada tres. En Colombia, para 2015, una de cada tres mujeres de más de 40 años había tenido dos o más uniones matrimoniales (DANE, Encuesta Nacional de Hogares, 2015).
Las mujeres hoy tienen vida propia y su rol en la sociedad no está ligado exclusivamente a la procreación. En la mayoría de países de Europa, tienen el primer hijo después de los 30 años (32,1 en España y 31, 9 en Italia, entre otros). Así mismo, se generalizó su ingreso a la universidad y a la fuerza laboral. En el mundo de hoy el 60 % de los graduados universitarios y el 53 % de la fuerza laboral son mujeres. A este último dato hay que sumarle el inmenso trabajo no remunerado que la sociedad machista les ha asignado en los hogares.
En 1976 David Cooper pronosticaba la muerte de la familia. No se cumplió su predicción, pero sin lugar a dudas las familias se reinventaron. Las conformadas por padre, madre e hijos hoy son la excepción. Por lo menos en Colombia el 70 % de los hogares tienen otras estructuras y por eso debemos hablar de “las familias” en plural. Aparecen los hogares de ancianos, la convivencia entre jóvenes, las parejas de homosexuales son más visibles y aceptadas, es cada vez más común ver individuos viviendo solos o matrimonios sin hijos o sin convivencia, entre muchas más opciones. Así mismo, en el país el promedio de personas por hogar pasó de 9,4 en 1966 a 3,1 en 2019 y el 38 % de ellos están a cargo de una mujer (DANE, ENH, 2020).
Estos cambios en la estructura de las familias han generado también una profunda transformación en los estilos de autoridad y en la formación de los hijos e hijas. Hoy me referiré exclusivamente a uno: la aparición de familias en las que la autoridad ya no está centrada en los padres, sino que ha sido trasladada a los menores. Los hijos adquieren plena potestad para juzgar, actuar y decidir, en todo momento, lugar y circunstancia, diluyendo así, completamente, los límites y la autoridad en el hogar. Ellos toman importantes decisiones sobre con quién estar, a dónde ir, qué hacer, a qué hora llegar o cuándo estudiar, independientemente de la edad que tengan. Es un fenómeno reciente en el que están involucrados un buen grupo de hogares de los estratos medios y altos en la sociedad. Curiosamente siguen siendo familias autoritarias, pero en este caso quien impone la voluntad no son los padres, sino los hijos que actúan plenipotenciariamente.
Una de las claves para entender las familias permisivas es que la prioridad y el sentido de vida de los padres ya no está centrado prioritariamente en los hijos. Padres y madres tienen ideales propios que los llevan a ampliar sus estudios y sus propios proyectos de vida. Se trata de una sociedad más orientada al trabajo que al núcleo familiar.
Los padres permisivos dedican poco tiempo a sus hijos y, para remediar esta debilidad, les permiten hacer lo que quieran. La falta de afecto y comunicación la intentan compensar con regalos, libertad de elección y ausencia de límites.
La finalidad del padre o madre permisiva es buscar siempre y en todo lugar la supuesta felicidad del niño. Se consideran amigos de sus hijos. Lo que no se dan cuenta es que sus hijos ganan un amigo o amiga, pero pierden al padre o a la madre que necesitan. De pequeños, estos niños aprenden que sus padres sufren cuando ellos hacen pataletas en público y saben que esta es una estrategia muy eficiente para imponer su voluntad. Logran sus objetivos a punta de berrinches y manipulación. Estos padres no son conscientes de que están formando pequeños tiranos que muerden, maltratan, insultan e imponen su voluntad mediante el chantaje afectivo. A mediano plazo, estos hijos les reprocharán a sus padres cuando no cumplan con las obligaciones que los padres mismos se han autoimpuesto al no poner ningún límite. Es muy común que abandonen o maltraten psicológica y emocionalmente a sus progenitores. En cualquier caso, se reproducen las consecuencias del autoritarismo, pero ahora ejercido desde los hijos hacia los padres.
Los hijos de padres permisivos son fácilmente reconocibles en los colegios porque estos niños tienden a ser rechazados por sus compañeros. Ellos nunca aprendieron a escuchar, dialogar o consensuar. Sus padres no les enseñaron a convivir y a pedir la palabra. Tampoco los formaron para compartir sus juguetes o respetar las reglas. En sus hogares siguieron siendo pequeños reyezuelos. Son niños sobrevalorados por sus familias. Es por eso que sienten que son ellos quienes deben decidir las condiciones de los juegos y de las actividades. Es más frecuente que sean hijos únicos, pero si no lo son, actúan como si lo fueran.
Los hijos de padres permisivos tampoco generan empatía con sus profesores porque son excesivamente demandantes, se saltan las filas y pretenden que las normas se acomoden a su voluntad. Son caprichosos, se esfuerzan poco y, en general, desarrollan muy baja tolerancia a la frustración. Estudios desarrollados por el ICFES nos permiten concluir que los hijos de padres permisivos en promedio alcanzan 15 puntos menos en sus pruebas SABER 11. Es comprensible, porque son niños que se esfuerzan poco. No hay que olvidar que el aprendizaje es un proceso de reestructuración, de lucha entre los aprendizajes nuevos y las ideas previas. Por eso, exige mediación, dedicación y trabajo: ¡Sin esfuerzo no hay aprendizaje!
Los padres autoritarios forman hijos tristes, obedientes y de personalidad débil. Por el contrario, los padres permisivos forman hijos sobre seguros, insensibles, poco empáticos y con grandes dificultades para convivir con los demás. Los primeros sobrevaloran la disciplina y la autoridad, en tanto los segundos subvaloran la necesidad de poner límites. En los hogares autoritarios hay exceso de control, como hay carencia de límites en los hogares permisivos. En ninguno de los dos se cumple lo que recomendaba Platón: Dos excesos deben evitarse en la educación de la juventud, demasiada severidad y demasiada dulzura.
Las familias democráticas realizan actividades colectivas, dialogan y se apoyan, pero la autoridad recae necesariamente en los mayores. De manera similar, los gobiernos democráticos respetan la independencia de poderes, promueven la participación y la libertad de prensa y opinión, pero es claro que tienen que tomar decisiones que, con alguna frecuencia, no dejan satisfechos a todos, aunque siempre busquen el beneficio de la mayoría.
La conclusión es clara: los estilos de crianza muy autoritarios o demasiado permisivos, no permiten formar a los ciudadanos que necesitamos para vivir mejor en sociedad. Tal vez tenía razón Winston Churchill cuando decía: “La democracia es el peor de los gobiernos, exceptuando todos los demás”. Habría que agregar que eso que decía también se cumple al interior de las familias. Al fin de cuentas, en los hogares se forman los ciudadanos que construirán la democracia del mañana.
* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria)