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En días pasados el DANE informó las estadísticas sobre los nacimientos en el país. En 2021 aumentaron en 19 % los partos de niñas menores de 14 años. Las relaciones sexuales con menores de 14 son un delito y la maternidad a esas edades reproduce la pobreza y las desigualdades sociales.
Durante el año 2020 en Colombia, diariamente doce niñas menores de 14 años dieron a luz. En total fueron 4.268 niños quienes vinieron al mundo, a pesar de que sus madres todavía no tenían las condiciones físicas, sociales, económicas y emocionales de gestar una vida. Ellas lo sabían y, por eso, en la casi totalidad de casos, sus hijos fueron producto de embarazos no deseados. En 2021, según reportó el DANE en días pasados, esas cifras se incrementaron en un 19% lo cual es aún más alarmante. Son niñas que no han aprendido a cuidarse a sí mismas, y a partir de ahora deben preservar dos vidas. Estamos ante un delicado problema de salud pública que afecta la vida de las madres, la de sus familias de origen y la de los hijos que llegan al mundo. Estos niños, como puede verse, no traen el pan bajo el brazo, por el contrario, agudizan el hambre y la pobreza de sus madres.
El embarazo en adolescentes es el resultado de la desigualdad social, el bajo nivel cultural de las familias y la falta de educación y oportunidades. Es por eso que se requieren acciones diversas para poder enfrentarlo. La problemática demanda programas en salud, educación, cultura, desarrollo integral y derechos humanos.
Lo primero que hay que destacar es que esos hijos son producto de relaciones en las que la madre sufre, en la gran mayoría de casos, abuso o violación. No son hijos del amor. Esto puede evidenciarse si se tiene en cuenta que tan solo en el 2% de los partos, el padre tenía una edad similar a la madre. En promedio, los progenitores tenían seis años más que las madres. El Artículo 208 de la Ley 1236 de 2008 tipifica estas relaciones como Acceso Carnal Abusivo, lo hace porque son menores de 14 años y los legisladores concluyeron que las niñas no tenían las condiciones para decidir sobre su cuerpo, su alma y su sexualidad. Por este motivo, podemos afirmar que a estas niñas les han vulnerado derechos humanos esenciales. Además, en su mayoría fueron engañadas o violentadas por personas cercanas a su entorno familiar. Estos partos son también expresión del autoritarismo dominante en la sociedad, el Estado y las familias colombianas. Son la expresión de una sociedad acostumbrada a silenciar, discriminar y atropellar a la mujer, razón por la que es más frecuente que sean violados sus derechos.
Lo segundo por resaltar, es que las madres a estas edades no tienen las condiciones físicas, sociales y emocionales para dar a luz ni para poder cuidar adecuadamente al recién nacido. Aunque sus cuerpos no están preparados para gestar una nueva vida, las condiciones de pobreza económica y privación cultural y educativa, propician la gestación y el parto. Ellas serán las madres que menos controles prenatales tengan y sus hijos alcanzarán menor peso y talla (el 34% pesa menos de 3.000 gramos). Conformarán el grupo de gestantes en las que se presenta mayor porcentaje de nacimientos prematuros y mayor número de muertes del neonato (7,8%). A estas debilidades físicas de la madre y del menor, se suma la falta de madurez para acompañar y orientar la formación de los recién nacidos; la carencia de recursos para brindarles alimentación y la dificultad para ofrecerles comunicación, salud emocional y un futuro promisorio. Estas madres adolescentes están cuatro veces más expuestas a la violencia de su pareja y estos niños vivirán con malnutrición y necesidades básicas insatisfechas. Muchas veces los recién nacidos terminan siendo educados por las abuelas, porque la crianza sobrepasa las posibilidades de las niñas que los gestaron y porque los padres, con frecuencia, las abandonan semanas después del parto. Es la crónica de una tragedia anunciada y alimentada por la pobreza y el desamparo.
Lo tercero que se puede evidenciar es el relativo consentimiento social ante el abuso contra las menores. Eso se verifica si se tiene en cuenta que en más de la mitad de los partos la niña estaba o había estado conviviendo con el hombre responsable del embarazo. De alguna manera, había sido un proceso relativamente consentido en el contexto regional, social y cultural en el que vivía la gestante. Es por eso que la mayoría de los embarazos suceden en contextos socioeconómicos rurales de mayor pobreza y menor nivel educativo. Como señalamos atrás, estamos ante un delito que termina siendo avalado en ciertas regiones y contextos, al menos por omisión, por el Estado y la sociedad.
Lo cuarto es que el parto frustra el proyecto de vida de la madre y el de su hijo. Hasta hace muy pocos años, las menores eran expulsadas de los colegios para que no “dieran mal ejemplo a sus compañeras”. Esta es una medida inconstitucional desde 1991, pero se siguió realizando durante las dos décadas siguientes. Aun así, en la práctica el parto suele conducir a la pérdida del proceso formativo. Esto se puede verificar si tenemos en cuenta que el 64 % de las niñas entre los 10 y 14 años de las zonas rurales del país, que tenían algún hijo o hija en 2018, no asistían a un centro educativo. Sin duda, la situación se agravó durante la pandemia y el confinamiento. Las madres menores deben interrumpir sus estudios para poder asumir los nuevos roles relacionados con actividades de cuidado, hogar y crianza. De esta manera se limitan sus posibilidades de seguir construyendo su proyecto de vida y sus sueños. La mitad de ellas se quedan con grados de primaria a medio cursar y la otra, muy seguramente, nunca culminará sus estudios en secundaria. Al suspender su escolaridad, inevitablemente las nuevas madres reproducen el círculo de la pobreza y esos niños, criados en estos ambientes de pobreza económica y privación cultural, tienen mayor probabilidad de traer al mundo hijos que también reproduzcan las tragedias que vivieron sus padres.
Si estas madres tuvieran oportunidades de estudio y empleo que les abrieran opciones de desarrollo a sus proyectos de vida, sería menos probable que quedaran en estado de embarazo siendo niñas. Los estudios internacionales son concluyentes: los programas de educación sexual retrasan el inicio de las relaciones sexuales y los alumnos y alumnas que deciden continuarlas, previenen en mayor medida el embarazo y disminuyen las enfermedades de transmisión sexual. Es por eso que, si estas madres contaran con apoyo estatal, educación de calidad y tuvieran acceso a métodos anticonceptivos, es menos probable que queden embarazadas semanas después de su primera menstruación. Si la sociedad valorara más a la mujer, muy seguramente no permitiría que una menor de 14 años conviviera en condición de sumisión con hombres varios años mayores. No hay duda, el embarazo de niñas adolescentes también expresa las desigualdades sociales, las condiciones culturales que reproducen la inequidad y la discriminación hacia la mujer y el abandono en el que el Estado tiene a la juventud campesina.
Albert Einstein decía que la palabra progreso no tenía ningún sentido mientras existieran niños infelices. Sin duda, la gran mayoría de estos 4.268 niños serán infelices pues carecen de comida, afecto y una familia que les brinde un entorno emocional sano para propiciar su desarrollo integral.
Nelson Mandela afirmaba que nada revela más el alma de una sociedad como la forma en la que la trata a sus menores. Según eso, en Colombia hemos perdido el alma, porque miles de niñas cada año pasan de jugar con muñecas a criar sus propios hijos. El Estado y la sociedad condenan, a ellas y a sus hijos, eternamente a la pobreza.
* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria)