Las interacciones sociales nos protegen y nos ayudan a crecer como personas. En la pandemia, los jóvenes se han visto en gran medida privados de ellas durante un momento fundamental de su desarrollo. ¿Qué lecciones nos deja esta experiencia?
“Las niñas y niños son las víctimas ocultas del coronavirus” nos ha dicho varias veces UNICEF en este tiempo. Sin embargo, diversos estudios nos llevan a pensar que quienes han sufrido más emocionalmente durante la pandemia no han sido los niños menores, sino los jóvenes. El seguimiento de la Universidad del Rosario y Cifras y Conceptos, realizado en mayo de 2021, mostró que las emociones de los jóvenes estaban en alerta roja. En los confinamientos aparecieron con mayor frecuencia los conflictos y las tensiones en las relaciones de los preadolescentes con sus familias. Así mismo, durante la pandemia se les dificultó a los jóvenes expresar sus ideas y sentimientos en casa; pronunciar sus propias palabras, como diría Freire.
Lo anterior es más fácil de entender si tenemos en cuenta que los adolescentes construyen su identidad en grupo, y para todos es claro cómo es de difícil cuidar y proteger los grupos de pares en la virtualidad.
Todos algún día vivimos las crisis de identidad, de autoridad y sexual propias de la juventud. No hay que olvidar que el sentido etimológico de adolescencia, adolecer, proviene de padecer un dolor. Es el dolor que genera todo crecimiento. Duelen los huesos y también duele el alma. Pero afortunadamente, esas crisis las viven los jóvenes con sus amigos, compañeros y profesores, lo que las hace más llevaderas. De esa manera duelen menos.
Los compañeros y las interacciones sociales nos protegen y nos potencian. Es más, en un bello acto propiciado por la socialización y la cultura, gracias a los amigos y compañeros, la adolescencia termina siendo uno de los momentos más emocionantes de la vida. Gracias a los amigos superamos el miedo y nos llenamos de ilusión y valentía; florecen la esperanza y las ganas infinitas de cambiar el mundo. Seguramente esos genes asociados a la transformación también están incrustados en el ADN de todo joven en toda cultura y en toda época de la historia.
En términos técnicos, los jóvenes se resatelizan alrededor de sus pares. Resatelizarse es construir en compañía de los otros. Gracias a la interacción social detectamos quién está triste y le brindamos el corazón para acogerlo o el hombro para detener su llanto. Los adolescentes se cuidan y se protegen de la soledad. Sin compañeros la adolescencia sería demasiado dura. Por eso la cultura inventó a los amigos, para poder soportar las crisis en compañía. Por eso los jóvenes crean un lenguaje propio para hablar sin que los entendamos padres y maestros. Por eso se visten, se peinan, cantan y piensan distinto. Esa es la crisis de identidad. Por eso los jóvenes se dedican a hablar, proyectar y construir mundos imaginarios. Quieren conocerse y compartirse, y al hacerlo van descubriendo el mundo. Quieren acompañarse y construir conjuntamente. En grupo se enfrentan a la autoridad y también en grupo viven su crisis sexual. Así lo entendió el escritor Carlos Fuentes cuando dijo: “Lo que no tenemos lo encontramos en el amigo. Creo en este obsequio y lo cultivo desde la infancia. (…) La amistad es la gran liga inicial entre el hogar y el mundo”.
Pero durante la pandemia los jóvenes no han celebrado juntos sus cumpleaños, sus fiestas o sus ritos. No viajaron en grupo, no acompañaron la partida de sus seres queridos, no pudieron contar todas sus historias y aventuras. ¡Muchas cosas quedaron pendientes! No escucharon juntos la música que toca sus fibras más sensibles, no ganaron los torneos porque nunca los jugaron, no celebraron sus meses de noviazgo, no hicieron sus rituales de amistad, tampoco los de iniciación o muerte.
Un joven es joven en tanto pertenece a diferentes grupos: al deportivo, al musical, al que debate en los recreos y los almuerzos, al que conforman los que juegan fútbol, los que van a fiestas, los que hacen la tesis, los que estudian o los que supuestamente se reúnen para estudiar, pero duran horas dilucidando sobre la vida y solo al final recuerdan para qué estaban reunidos. Sin embargo, resulta que en este periodo sus padres han estado demasiado presentes en sus vidas. Les escuchan casi todas sus conversaciones, sus temores, sus miedos y proyectos, tal vez hasta una buena parte de sus pensamientos, y eso, también hay que decirlo, no es bueno para la construcción de identidad.
La pandemia nos hizo ver las cosas que son importantes en la vida: los abrazos, las caricias, una conversación profunda, mirarse detenidamente a los ojos, bailar, cantar y soñar. La alegría, como el llanto, se contagia, y por eso se multiplica cuando estamos en grupo. La pandemia también visibilizó la solidaridad, nos mostró que la sociedad no puede seguir adelante sin escuelas, que en el futuro tendremos que destinar más recursos a la educación y la salud y menos a la recreación y a la guerra. No es lógico que un futbolista gane tanto y que un científico gane tan poco, si el primero nos divierte un rato y el segundo arriesga su vida para salvar la nuestra. No es lógico que le asignemos tantos recursos y tiempo al consumo y tan poco a la comprensión de los otros. No es lógico que invirtamos tanto en mejorar el celular y tan poco en dialogar con nuestros abuelos o escuchar las preguntas de los niños. En el mundo futuro deben ser la empatía y la solidaridad las que crezcan ilimitadamente, no el consumo.
Durante la pandemia aprehendimos¹ que un abrazo es imprescindible y que la presencialidad es irremplazable. Por eso, pese a todas las ventajas que le atribuyen los jóvenes a la virtualidad, ninguno dudaría un instante en volver a pisar los prados y las canchas de su colegio. Casi todos los seres humanos preferimos la realidad al metaverso. Aprehendimos que en equipo podemos sortear cualquier dificultad por compleja que sea y que en grupo nos volvemos superhombres. Aparece lo que llamó Varela, una emergencia. Todos juntos tenemos más fuerza que la fuerza de todos sumada: el todo es superior a la sumatoria de las partes.
Aunque muy tarde, ya sabemos que no somos los dueños de la Tierra y que, si no escuchamos su llanto, no viviremos eternamente para contar la historia. Tenemos que escuchar a nuestros “hermanos mayores” que tanto hemos maltratado, humillado y despreciado. En una carta profética, cuya veracidad no se ha confirmado, el jefe Seattle le dice al presidente de los Estados Unidos: “también los blancos se extinguirán, quizás antes que todas las otras tribus. Contaminen sus lechos y una noche perecerán ahogados en sus propios desechos. Ustedes caminan hacia su destrucción rodeados de gloria (…). No es la tierra la que pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la tierra”. Desde su sabiduría ancestral estaba prediciendo el desastre ambiental hacia el que nos encaminamos y la necesidad de volver a vincularnos como una especie más que habita ese “pequeño punto azul en el espacio”, como llamaba Carl Sagan a nuestro planeta.
También aprehendimos que la familia sigue siendo esencial; aprehendimos el valor infinito de los amigos, de las reuniones sociales, de las buenas compañías; aprehendimos que si enfrentamos solos los problemas nunca los podremos superar, y que las pantallas y la virtualidad guardan la magia de la mediación asincrónica y de la relativización del espacio. El poder de las redes es inmenso. Franco Parisi, por ejemplo, obtuvo el tercer lugar en las recientes elecciones de Chile sin vivir en el país, sin participar en ningún debate ni organizar ninguna marcha electoral. Hizo toda su campaña por internet desde Estados Unidos. Aun así, no nos deberíamos dejar deslumbrar por la tecnología. Al fin de cuentas nada es tan importante como una palabra de cariño, un abrazo, un amigo, un buen profesor, una copa de vino, una mirada a los ojos o una caricia.
Es cierto. No enfrentamos la pandemia de manera conjunta y eso lo cobrará la historia. El virus seguirá entre nosotros por largo tiempo. En África, por ejemplo, tan solo el 7% de la población está vacunada. El virus subsistirá, aparecerán nuevas variantes y nuevos virus que nuevamente se dispersarán por la Tierra. Viviremos la pandemia de los no vacunados y al final podríamos volver a contagiarnos. Los virus y las bacterias nos ganaron una nueva batalla, derrotaron nuestro egocentrismo, nos devolvieron a nuestra condición de especie frágil y vulnerable, más allá de nuestra raza, riqueza, credo o nacionalidad. No hay duda, el nacionalismo nos nubló los ojos.
No sabemos qué suceda en el futuro. Nunca lo hemos sabido. Lo que sí sabemos es que el futuro no existe. Es una construcción conjunta y, dependiendo de lo que hoy hagamos, mañana viviremos de una u otra manera. De la tenacidad que tengamos hoy dependen los frutos que mañana recogeremos. Al final, la vida es un poco más justa de lo que parece y los hijos que tuvieron padres autoritarios amarán menos a sus padres cuando sean abuelos, mientras que los hijos de padres democráticos devolverán con creces el afecto y el cariño que recibieron. Lo mismo pasa con la amistad, pues los buenos amigos nos acompañarán hasta el último día. Como los buenos hermanos, los buenos hobbies, la buena música, los buenos vinos y las buenas compañías. Pero nunca olviden: las mejores amistades se construyen desde el colegio.
Queridos graduandos: hoy se van del Merani, pero las puertas permanecerán abiertas para ustedes. Ya eligieron la carrera de sus vidas, pero no duden en cambiarla si no les brinda la felicidad que estaban esperando. No olviden: no existe el futuro, son ustedes quienes lo construyen. Algunos pudieron maldecir en algún momento sus tesis, pero con el tiempo nos agradecerán que hasta el último día les hayamos exigido no pasar por alto los errores. Al hacerlo, los invitamos a buscar siempre una mejor versión de ustedes mismos y a no conformarse. En el fondo, en eso consiste la vida.
Qué bonita es esta vida es una bella canción compuesta por tres mexicanos y convertida en vallenato por Jorge Celedón. Su letra dice algo muy cierto: “aunque a veces duela tanto y a pesar de los pesares, siempre hay alguien que nos quiere y siempre hay alguien que nos cuida”. No olviden: aquí también los queremos y aquí también los cuidamos.
¡Muchas gracias!
* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria). Palabras en la promoción de grados del Instituto Alberto Merani (video). Noviembre 27 de 2021.
¹ Pedagógicamente uso el término aprehendizaje para resaltar aquellos aprendizajes que quedan incorporados. Según este criterio los aprendizajes no modifican nuestra estructura, pero los aprehendizajes sí lo hacen.
Las interacciones sociales nos protegen y nos ayudan a crecer como personas. En la pandemia, los jóvenes se han visto en gran medida privados de ellas durante un momento fundamental de su desarrollo. ¿Qué lecciones nos deja esta experiencia?
“Las niñas y niños son las víctimas ocultas del coronavirus” nos ha dicho varias veces UNICEF en este tiempo. Sin embargo, diversos estudios nos llevan a pensar que quienes han sufrido más emocionalmente durante la pandemia no han sido los niños menores, sino los jóvenes. El seguimiento de la Universidad del Rosario y Cifras y Conceptos, realizado en mayo de 2021, mostró que las emociones de los jóvenes estaban en alerta roja. En los confinamientos aparecieron con mayor frecuencia los conflictos y las tensiones en las relaciones de los preadolescentes con sus familias. Así mismo, durante la pandemia se les dificultó a los jóvenes expresar sus ideas y sentimientos en casa; pronunciar sus propias palabras, como diría Freire.
Lo anterior es más fácil de entender si tenemos en cuenta que los adolescentes construyen su identidad en grupo, y para todos es claro cómo es de difícil cuidar y proteger los grupos de pares en la virtualidad.
Todos algún día vivimos las crisis de identidad, de autoridad y sexual propias de la juventud. No hay que olvidar que el sentido etimológico de adolescencia, adolecer, proviene de padecer un dolor. Es el dolor que genera todo crecimiento. Duelen los huesos y también duele el alma. Pero afortunadamente, esas crisis las viven los jóvenes con sus amigos, compañeros y profesores, lo que las hace más llevaderas. De esa manera duelen menos.
Los compañeros y las interacciones sociales nos protegen y nos potencian. Es más, en un bello acto propiciado por la socialización y la cultura, gracias a los amigos y compañeros, la adolescencia termina siendo uno de los momentos más emocionantes de la vida. Gracias a los amigos superamos el miedo y nos llenamos de ilusión y valentía; florecen la esperanza y las ganas infinitas de cambiar el mundo. Seguramente esos genes asociados a la transformación también están incrustados en el ADN de todo joven en toda cultura y en toda época de la historia.
En términos técnicos, los jóvenes se resatelizan alrededor de sus pares. Resatelizarse es construir en compañía de los otros. Gracias a la interacción social detectamos quién está triste y le brindamos el corazón para acogerlo o el hombro para detener su llanto. Los adolescentes se cuidan y se protegen de la soledad. Sin compañeros la adolescencia sería demasiado dura. Por eso la cultura inventó a los amigos, para poder soportar las crisis en compañía. Por eso los jóvenes crean un lenguaje propio para hablar sin que los entendamos padres y maestros. Por eso se visten, se peinan, cantan y piensan distinto. Esa es la crisis de identidad. Por eso los jóvenes se dedican a hablar, proyectar y construir mundos imaginarios. Quieren conocerse y compartirse, y al hacerlo van descubriendo el mundo. Quieren acompañarse y construir conjuntamente. En grupo se enfrentan a la autoridad y también en grupo viven su crisis sexual. Así lo entendió el escritor Carlos Fuentes cuando dijo: “Lo que no tenemos lo encontramos en el amigo. Creo en este obsequio y lo cultivo desde la infancia. (…) La amistad es la gran liga inicial entre el hogar y el mundo”.
Pero durante la pandemia los jóvenes no han celebrado juntos sus cumpleaños, sus fiestas o sus ritos. No viajaron en grupo, no acompañaron la partida de sus seres queridos, no pudieron contar todas sus historias y aventuras. ¡Muchas cosas quedaron pendientes! No escucharon juntos la música que toca sus fibras más sensibles, no ganaron los torneos porque nunca los jugaron, no celebraron sus meses de noviazgo, no hicieron sus rituales de amistad, tampoco los de iniciación o muerte.
Un joven es joven en tanto pertenece a diferentes grupos: al deportivo, al musical, al que debate en los recreos y los almuerzos, al que conforman los que juegan fútbol, los que van a fiestas, los que hacen la tesis, los que estudian o los que supuestamente se reúnen para estudiar, pero duran horas dilucidando sobre la vida y solo al final recuerdan para qué estaban reunidos. Sin embargo, resulta que en este periodo sus padres han estado demasiado presentes en sus vidas. Les escuchan casi todas sus conversaciones, sus temores, sus miedos y proyectos, tal vez hasta una buena parte de sus pensamientos, y eso, también hay que decirlo, no es bueno para la construcción de identidad.
La pandemia nos hizo ver las cosas que son importantes en la vida: los abrazos, las caricias, una conversación profunda, mirarse detenidamente a los ojos, bailar, cantar y soñar. La alegría, como el llanto, se contagia, y por eso se multiplica cuando estamos en grupo. La pandemia también visibilizó la solidaridad, nos mostró que la sociedad no puede seguir adelante sin escuelas, que en el futuro tendremos que destinar más recursos a la educación y la salud y menos a la recreación y a la guerra. No es lógico que un futbolista gane tanto y que un científico gane tan poco, si el primero nos divierte un rato y el segundo arriesga su vida para salvar la nuestra. No es lógico que le asignemos tantos recursos y tiempo al consumo y tan poco a la comprensión de los otros. No es lógico que invirtamos tanto en mejorar el celular y tan poco en dialogar con nuestros abuelos o escuchar las preguntas de los niños. En el mundo futuro deben ser la empatía y la solidaridad las que crezcan ilimitadamente, no el consumo.
Durante la pandemia aprehendimos¹ que un abrazo es imprescindible y que la presencialidad es irremplazable. Por eso, pese a todas las ventajas que le atribuyen los jóvenes a la virtualidad, ninguno dudaría un instante en volver a pisar los prados y las canchas de su colegio. Casi todos los seres humanos preferimos la realidad al metaverso. Aprehendimos que en equipo podemos sortear cualquier dificultad por compleja que sea y que en grupo nos volvemos superhombres. Aparece lo que llamó Varela, una emergencia. Todos juntos tenemos más fuerza que la fuerza de todos sumada: el todo es superior a la sumatoria de las partes.
Aunque muy tarde, ya sabemos que no somos los dueños de la Tierra y que, si no escuchamos su llanto, no viviremos eternamente para contar la historia. Tenemos que escuchar a nuestros “hermanos mayores” que tanto hemos maltratado, humillado y despreciado. En una carta profética, cuya veracidad no se ha confirmado, el jefe Seattle le dice al presidente de los Estados Unidos: “también los blancos se extinguirán, quizás antes que todas las otras tribus. Contaminen sus lechos y una noche perecerán ahogados en sus propios desechos. Ustedes caminan hacia su destrucción rodeados de gloria (…). No es la tierra la que pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la tierra”. Desde su sabiduría ancestral estaba prediciendo el desastre ambiental hacia el que nos encaminamos y la necesidad de volver a vincularnos como una especie más que habita ese “pequeño punto azul en el espacio”, como llamaba Carl Sagan a nuestro planeta.
También aprehendimos que la familia sigue siendo esencial; aprehendimos el valor infinito de los amigos, de las reuniones sociales, de las buenas compañías; aprehendimos que si enfrentamos solos los problemas nunca los podremos superar, y que las pantallas y la virtualidad guardan la magia de la mediación asincrónica y de la relativización del espacio. El poder de las redes es inmenso. Franco Parisi, por ejemplo, obtuvo el tercer lugar en las recientes elecciones de Chile sin vivir en el país, sin participar en ningún debate ni organizar ninguna marcha electoral. Hizo toda su campaña por internet desde Estados Unidos. Aun así, no nos deberíamos dejar deslumbrar por la tecnología. Al fin de cuentas nada es tan importante como una palabra de cariño, un abrazo, un amigo, un buen profesor, una copa de vino, una mirada a los ojos o una caricia.
Es cierto. No enfrentamos la pandemia de manera conjunta y eso lo cobrará la historia. El virus seguirá entre nosotros por largo tiempo. En África, por ejemplo, tan solo el 7% de la población está vacunada. El virus subsistirá, aparecerán nuevas variantes y nuevos virus que nuevamente se dispersarán por la Tierra. Viviremos la pandemia de los no vacunados y al final podríamos volver a contagiarnos. Los virus y las bacterias nos ganaron una nueva batalla, derrotaron nuestro egocentrismo, nos devolvieron a nuestra condición de especie frágil y vulnerable, más allá de nuestra raza, riqueza, credo o nacionalidad. No hay duda, el nacionalismo nos nubló los ojos.
No sabemos qué suceda en el futuro. Nunca lo hemos sabido. Lo que sí sabemos es que el futuro no existe. Es una construcción conjunta y, dependiendo de lo que hoy hagamos, mañana viviremos de una u otra manera. De la tenacidad que tengamos hoy dependen los frutos que mañana recogeremos. Al final, la vida es un poco más justa de lo que parece y los hijos que tuvieron padres autoritarios amarán menos a sus padres cuando sean abuelos, mientras que los hijos de padres democráticos devolverán con creces el afecto y el cariño que recibieron. Lo mismo pasa con la amistad, pues los buenos amigos nos acompañarán hasta el último día. Como los buenos hermanos, los buenos hobbies, la buena música, los buenos vinos y las buenas compañías. Pero nunca olviden: las mejores amistades se construyen desde el colegio.
Queridos graduandos: hoy se van del Merani, pero las puertas permanecerán abiertas para ustedes. Ya eligieron la carrera de sus vidas, pero no duden en cambiarla si no les brinda la felicidad que estaban esperando. No olviden: no existe el futuro, son ustedes quienes lo construyen. Algunos pudieron maldecir en algún momento sus tesis, pero con el tiempo nos agradecerán que hasta el último día les hayamos exigido no pasar por alto los errores. Al hacerlo, los invitamos a buscar siempre una mejor versión de ustedes mismos y a no conformarse. En el fondo, en eso consiste la vida.
Qué bonita es esta vida es una bella canción compuesta por tres mexicanos y convertida en vallenato por Jorge Celedón. Su letra dice algo muy cierto: “aunque a veces duela tanto y a pesar de los pesares, siempre hay alguien que nos quiere y siempre hay alguien que nos cuida”. No olviden: aquí también los queremos y aquí también los cuidamos.
¡Muchas gracias!
* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria). Palabras en la promoción de grados del Instituto Alberto Merani (video). Noviembre 27 de 2021.
¹ Pedagógicamente uso el término aprehendizaje para resaltar aquellos aprendizajes que quedan incorporados. Según este criterio los aprendizajes no modifican nuestra estructura, pero los aprehendizajes sí lo hacen.