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Ayer se cumplieron trescientos años del natalicio de Immanuel Kant, uno de los filósofos más influyentes en la historia humana, padre del idealismo y uno de los principales exponentes de la Ilustración. Sus tesis pedagógicas se encuentran en el libro titulado Sobre pedagogía –que publicó en 1803, semanas antes de morir, y donde sistematizó los apuntes de su clase en la Universidad de Königsberg–, en el último capítulo de su texto Antropología en sentido pragmático (1798) y en su sintética y profunda reflexión titulada ¿Qué es la Ilustración? (1784).
Cuenta la leyenda que su vida era tan disciplinada que sus vecinos ajustaban los relojes al verlo salir a caminar todos los días a las tres y treinta de la tarde. Aun así, la lectura del Emilio de Juan Jacobo Rousseau lo impactó de tal manera que, durante algunos días, dejó de salir a pasear a la hora acostumbrada. Cuando eso sucedió, muy seguramente los vecinos pensaron que había caído enfermo en cama. A juzgar por los títulos que puso a sus obras principales, es probable que la modestia no fuera una de sus virtudes: Crítica de la razón pura (1781), Metafísica de las costumbres (1797) y Crítica de la razón práctica (1788).
La tesis central de Kant es que el papel de la educación es ayudar a los jóvenes a alcanzar la mayoría de edad, que sería la capacidad para pensar libremente y juzgar moralmente. Aborda de esta manera la pregunta más importante de la pedagogía: ¿para qué enseñar lo que estamos enseñando? Hoy sería un crítico implacable de la polarización porque expresa poca reflexión y excesivo fanatismo. También rechazaría el adoctrinamiento porque indica que el docente impone a sus alumnos que piensen como él lo hace. Al hacerlo, viola la libertad del educando. Su oposición sería aún más radical frente al lenguaje del debate político contemporáneo en la plaza y las redes, porque en la mayoría de los casos viola el imperativo ético categórico, que implica respetar a los otros, independientemente de que piensen distinto a nosotros.
Para pensar de manera independiente se requiere valentía, buenos maestros y esfuerzo sistemático. Es por eso que la gran mayoría de los hombres suelen limitarse a reproducir lo que dicen sus docentes, sus padres, los libros que leen, los gobiernos o el líder político al que siguen. Asumen una posición cómoda porque de esta manera evitan el esfuerzo y el riesgo de emitir juicios e ideas. Es otro quien piensa y decide por ellos. Pensar, por lo tanto, es ejercer la libertad y conquistar la autonomía. En ese sentido, el papel de un buen filósofo no es enseñar filosofía, sino enseñar el arte de pensar.
Para Kant, el fin último de la educación debería ser que los alumnos, individual y colectivamente, conquisten la libertad y la autonomía moral y cognitiva. El énfasis en lo ético y lo colectivo lo distancia de Rousseau, más inclinado a la espontaneidad y el individualismo.
A diferencia de los animales, que aprenden muy pronto lo que harán en vida y se guían por sus instintos, “el hombre es la única criatura que debe ser educada” en un ser “capaz de perfeccionarse” y tiene una “predisposición pragmática de civilizarse por medio de la cultura”. Stanislas Dehaene retoma esta idea cuando se refiere a que formamos parte de los Homo docens, la especie que se enseña a sí misma. Esto implica que una de las tareas más importantes de los gobiernos debería ser garantizar una muy buena educación para todos. Una meta que seguimos sin cumplir. En términos de Kant, el hombre “no es nada más que lo que la educación hace de él”. Por esta ruta concluye que las dos tareas más complejas e importantes que tenemos los seres humanos son “el arte de gobernar y el arte de educar”.
¿Cómo podríamos alcanzar la mayoría de edad mediante la educación? Según Kant, debemos cumplir tres condiciones: disciplina, cuidado y formación.
La disciplina deberá ser establecida desde que los niños son pequeños, ya que, si ello no ocurre, después será imposible hacerlo. Seguirán actuando como “salvajes” sin leyes y sin normas. En este tema, la diferencia con Rousseau es sustancial. Como si conociera lo que viviríamos dos siglos después con la generalización de las familias permisivas modernas, Kant llegó a sustentar: “Si en su juventud se lo deja libre a su voluntad y no se le ha hecho ninguna resistencia, ha de conservar entonces cierto salvajismo durante toda su vida”. Hoy lo vemos con jóvenes acostumbrados a imponer su voluntad porque sus padres cultivaron sus caprichos y su egocentrismo; al hacerlo, mantuvieron la centración y nunca les enseñaron empatía o a trabajar con otros.
Kant analiza la tensión entre coacción y libertad. En sus términos: “Debo habituar a mi alumno a que soporte una coacción de su libertad; y al mismo tiempo debo guiarlo para que use bien su libertad”. La coacción no tiene sentido si la meta no es la libertad, pero la meta no se podrá alcanzar si desde niño no garantizamos que obedezca. Ya lo decía Platón: “hay dos excesos perniciosos que deben evitarse a la hora de educar a la juventud: la excesiva severidad y la excesiva dulzura”. El equilibrio es difícil de alcanzar, pero es la garantía de una buena educación. El autoritarismo vuelve pusilánimes a los niños porque los padres y maestros recurren al insulto, el maltrato y la humillación. Sin embargo, la permisividad acostumbra a los niños a pensar tan solo en sí mismos, y por eso se vuelven caprichosos, flojos y malos.
La segunda condición para alcanzar la mayoría de edad es el cuidado. El bebé es profundamente débil y sin cuidados perecería a los pocos días de nacido. Requiere apoyo y acompañamiento constante para subsistir. Es necesario garantizarle alimento, techo y protección. Si no recibiera cuidado, usaría su fuerza en la interacción con los otros y lo constante serían los golpes y la violencia entre los menores. El principal riesgo es el cuidado excesivo, tal como lo vemos en la formación de los nobles. Por el contrario, la mayoría de los animales necesitan alimentación, pero no cuidado.
La tercera condición es la formación. La crianza es la acción por la que se le quita al hombre su salvajismo. La formación, por el contrario, es la parte positiva de la educación y la que garantiza la humanización, de manera que el niño no solo abandone su salvajismo, sino que comience a actuar como ser humano. Ya lo decía en 1798: “el destino del hombre es la autodeterminación moral”. La meta es que tenga en cuenta los criterios morales necesarios para la convivencia. El hombre tiene que ser cultivado. Eso es válido tanto a escala individual como de toda la especie. En sus términos: “Los niños deben ser educados no de acuerdo con el estado presente del género humano, sino de acuerdo con el posible y mejor estado futuro, es decir: según la idea de la humanidad y todo su destino”.
Kant era muy consciente de que lo que él proponía no existía en las escuelas que conoció. De allí que propusiera crear “escuelas experimentales” antes de que estas ideas pudieran desarrollarse en las escuelas normales. Es lo que hoy llamaríamos innovaciones pedagógicas. Se trata de una tesis muy similar a la que defendía hace un tiempo la educadora chilena Inés de Aguerrondo: “Las experiencias innovadoras específicas, al desequilibrar la rutina del sistema educativo e introducir elementos conflictivos, van corriendo permanentemente el límite de lo posible”.
En Colombia y América Latina muchas personas tienen más de dieciocho años, pero muy pocas de ellas son mayores de edad en el sentido kantiano, ya que ser mayor de edad implica pensar y juzgar con criterio propio. Es más, si Kant viviera hoy en día y supiera que Donald Trump tiene alta probabilidad de retornar a la presidencia, se convencería de que en la principal potencia del planeta tampoco se cumple el propósito de desarrollar el pensamiento independiente de los jóvenes. ¿Qué pensaría sobre la educación argentina al saber que recientemente eligieron a Javier Milei?
Kant sigue siendo un gran maestro. Si sus tesis son válidas, como sociedad deberíamos asegurarnos de que quienes nos gobiernen y les enseñen a los niños sean los mejores hombres, tanto en términos morales como intelectuales. Otra meta en la que seguimos teniendo una brecha muy grande entre los ideales y la realidad. A los docentes nos sigue faltando formación, rigor y disciplina; los jóvenes actuales carecen de la valentía necesaria para asumir los riesgos del pensamiento independiente y el apoyo del Estado a las escuelas experimentales es casi nulo. Mientras nada de lo anterior cambie, la mayoría de la población seguirá siendo menor de edad en el sentido kantiano y seguiremos viviendo en democracias muy incipientes.
* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria)