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Siguiendo una de las muchas directrices de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), uno de los aspectos esenciales para calificar el actual sistema educativo colombiano es la “reducción de las tasas de deserción y el mejoramiento de la retención estudiantil”. A pesar de ser un objetivo deseable de cualquier sistema educativo, desde que decidimos entrar a la OCDE a como dé lugar, hemos entendido y adaptado esta exigencia oficial (tan sólo uno de los más de 250 requerimientos para poder para entrar a la organización) de una forma ramplona y asaz literal para cumplir de cualquier manera con el estándar demandado: el número de admitidos ha de ser el mismo que de graduados. Si entran cinco han de salir cinco; no importa cómo sea.
En la práctica esto ha llevado a una paulatina relajación en la exigencia académica, a una menor responsabilidad por parte de los estudiantes y a una degradación de la figura del profesor, fomentando la mediocridad y, a mediano y largo plazo, creando una generación deficientemente educada y frustrada porque sólo podrá acceder a un mercado laboral acorde a un estándar académico cada vez más bajo.
Desde el 26 de marzo de 2013, Colombia empezó oficialmente el proceso de ingreso a la OCDE, lo que implica que para ser aceptados como miembros debemos ajustar estructuralmente el país según las “recomendaciones” de la organización. Siguiendo nuestra tradición irreflexiblemente imitativa, nuestro característico cortoplacismo, nuestro facilismo, nuestra acendrada e inextirpable idea según la cual debemos buscar soluciones en otros y no en nosotros mismos, sin tomar en cuenta ni causas ni consecuencias y esperando a que otros nos resuelvan nuestros propios problemas, nuestros dirigentes —la última generación que aún preserva una mentalidad decimonónica, apocada y cegada frente al oropel extranjero— volvieron a caer en el deslumbramiento y en el hechizo del vendedor de espejos.
Como lo expresó Emilio Sardi, vicepresidente de Tecnoquímicas y una de las pocas voces empresariales disidentes frente a los “beneficios” que traerá la OCDE para Colombia en su columna “Ocde-sgracia” del 24 de mayo en Portafolio, no existe ningún tipo de análisis interno, estudios previos o proyecciones serias sobre la conveniencia a mediano o largo plazo de dicho ingreso; pero sobre todo, no se han analizado las consecuencias de las transformaciones, pues tampoco hay ningún sistema de seguimiento y evaluación a los drásticos cambios que está haciendo el país en materia laboral, de salud, tributaria, agrícola, educativa, etc.
Una de las funciones de la educación cual es ser una herramienta para el mejoramiento de las circunstancias de vida anteriores —una inversión a futuro— no solo se está desdibujando poco a poco, sino que se ha transformado en lo opuesto: la inversión en educación es más onerosa que los beneficios que ulteriormente traerá para quienes realizan dicha inversión. Quienes hace una generación tuvimos el privilegio de estudiar y de tener una vida digna por hacerlo, hoy sabemos que nuestros hijos, puestos en nuestras mismas circunstancias, no tendrán las mismas oportunidades que nosotros. La calidad de vida de quienes se educan está disminuyendo año tras año. Y este es tan sólo un ejemplo de los efectos funestos que está teniendo la transformación profunda de nuestras instituciones, de nuestra sociedad y de nuestra cultura debido a la acelerada e irreflexiva toma de decisiones presionada por los burócratas de la OCDE, condicionados por intereses muy diferentes a los que piensan nuestros decimonónicos y deslumbrados dirigentes.
@Los_Atalayas, atalaya.espectador@gmail.com