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En la foto aparece Lorena abrazando una pollita contra su pecho. La niña, de no más de cinco años, se aferra a su mascota mientras delicadamente sostiene el cuello de la gallinita y pega sus labios a la cabeza del animal. Esta imagen y las escuetas líneas que describen el momento captado por la lente de Jesús Abad Colorado, son, para quien escribe estas líneas, la parte más demoledora de la exposición El Testigo, ubicada en el segundo piso del Claustro de San Agustín, en pleno centro de Bogotá, diagonal a la esquina sur occidental de la Casa de Nariño.
El Testigo muestra la cotidianidad de la guerra en Colombia a través de las fotografías tomadas por Abad Colorado a lo largo de varias de décadas cubriendo el conflicto. Los textos que acompañan las imágenes y algunos videos son escuetos, y en los corredores entre los cuatro salones de la exposición, en blanco y negro, hay gráficas y cifras lapidarias que reflejan las miserias de la violencia en los últimos 40 años. Los más vulnerados son aquellos quienes poco o nada tienen que ver, como Lorena, con las causas y las razones de los actores del conflicto.
En las ocho ocasiones que he llevado a mis estudiantes de varias universidades, el efecto que causa la exposición es invariable: los chicos entran a la primera sala en grupo, muchas veces cuchicheando y riendo… pero ninguno sigue a la segunda sala acompañado y con siquiera un atisbo de sonrisa. El Testigo logra, desde las primeras imágenes, tocar las fibras emocionales más profundas de los visitantes y nadie permanece indiferente ante lo patente del horror. Es común ver lágrimas silenciosas en rostros compungidos, incluso entre aquellos que se mostraban indiferentes o escépticos al iniciar el recorrido.
Hasta este año, la visita a la exposición había sido fluida y sin contratiempos. Sin embargo, desde principios de este, he ido encontrando cada vez más dificultades para acceder al recinto del claustro. En el único punto de entrada para visitantes, en la Calle 6 con Carrera 9, ya no basta con decir para dónde se va, sino que los encargados del retén indagan exhaustivamente acerca de quiénes son los visitantes, a dónde se dirigen y por qué. Desde marzo, adicionalmente, dejan esperando a los visitantes en el retén, a veces durante casi una hora, sin explicación alguna o arguyendo excusas cada vez más traídas de los cabellos para desmotivar a quienes quieren ver la exposición.
La semana pasada, esta censura estatal, que pretende ser soterrada, fue aún más descarada: al llegar con mi grupo, el oficial encargado del retén nos informó que los salones de la exposición estaban llenos y que debíamos esperar, bajo una lluvia torrencial, pues el aforo – supuestamente de 20 personas – estaba completo. Al pasar media hora volvimos a indagar al ver que nadie salía y esta vez nos dijo que ahora la exposición era guiada, que sólo había un guía y que éste aún no había concluido el recorrido con el grupo anterior. Tras más de tres cuartos de hora de espera por fin nos dejaron entrar. Cuál no sería nuestra sorpresa al descubrir que las salas habían estado vacías todo ese tiempo, que no era cierto el argumento del aforo limitado y que nunca había habido guías oficiales. También nos enteramos de que, desde el retén, la fuerza pública iba cambiando a diario las condiciones de entrada sin consultarle al Claustro.
¿Cuál es el miedo que le produce a este gobierno la exposición de El Testigo? ¿Por qué, conforme avanza la contienda electoral, tratan de evitar que las personas accedan libremente, como es su derecho, a la exposición? La censura es una aceptación tácita de responsabilidad y el mensaje que están enviando las autoridades, a través de la fuerza pública, es que una exposición que muestra las consecuencias de la guerra y a sus responsables no le conviene a los intereses de este gobierno; que miles de historias devastadoras, como la de Lorena, les resultan sospechosas, y que el sufrimiento de las víctimas reales, las personas del común, no debe valer como testimonio para la sociedad.