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A finales de 1212 más de veinte mil niños marcharon desde Francia y Alemania hacia Tierra Santa. Al menos dos mil llegaron a las costas de Niza y durante dos semanas estuvieron rezando para que las aguas del Mediterráneo se abrieran y pudieran llegar a Jerusalén, como había sido predicho por Nicolás de Colonia y Esteban de Cloyes, los niños profetas quienes unos meses atrás habían ganado fama por sus claras visiones y sueños proféticos en los que niños, como ellos, serían quienes finalmente liderarían el rescate final y definitivo del sepulcro de Cristo.
En tiempos de crisis y confusión, cuando las instituciones colapsan y los adultos pierden el rumbo, surge en la historia una figura tan fascinante como perturbadora: el niño profeta. El más emblemático y trágico ejemplo de este fenómeno es, sin duda, la Cruzada de los Niños de 1212, ese oscuro episodio medieval en el que miles de niños europeos emprendieron un desesperado camino hacia Tierra Santa con la promesa divina de liberar Jerusalén sin violencia, sólo con la pureza de su fe y la inocencia de su corazón.
Pero, ¿qué impulsa a una sociedad en crisis a creer en la palabra redentora de un niño? La respuesta parece estar en la necesidad humana de aferrarse a la inocencia cuando el cinismo y la corrupción parecen consumirlo todo. En 1212, una Europa agotada por dos centurias de cruzadas fallidas, pobreza y epidemias abrazó la esperanza en la inocencia infantil como último recurso ante la desesperación adulta. Nicolás y Esteban, como otros niños profetas anteriores y posteriores a ellos, fueron al mismo tiempo síntoma y catalizador de una sociedad en descomposición.
Esta fascinación por la profecía infantil no es única ni exclusiva del medievo; se repite como eco constante a lo largo de la historia humana. Cuando las instituciones se desmoronan, el discurso racional fracasa y la autoridad moral desaparece emergen voces inesperadas, surgidas desde lo más profundo de la vulnerabilidad, para devolvernos una esperanza paradójica y precaria. En su inocencia y fervor, estos niños representan tanto el anhelo colectivo de renovación como la incapacidad adulta para resolver las crisis que ellos mismos han creado.
Es así como en los últimos tiempos hemos vuelto a ver, como uno de los signos de los tiempos, el fenómeno de los niños profetas. Esta nueva oleada comenzó con Greta Thunberg hace un tiempo y en nuestro medio, en los últimos años, han surgido por lo menos dos: el niño ambientalista de redes sociales y la chica libertaria que preconiza el fin de las huestes demoníacas del marxismo y el triunfo final de los ejércitos seráficos de Hayek. Estos son hoy los bastiones de sus respectivas causas y personas adultas se parapetan, sin ningún asomo de vergüenza, detrás de estos jóvenes e inexpertos paladines. Al igual que los niños de la Cruzada, nuestros jóvenes profetas ya están siendo sacrificados y vilipendiados sin que quienes los azuzan y los fomentan, de nuevo personas mayores y sin escrúpulos, hagan algo para protegerlos del martirio que casi inevitablemente sobrevendrá.
Porque la lección última de la Cruzada de los Niños es amarga. Detrás de la fascinación y el romanticismo se oculta una tragedia: miles de vidas inocentes perdidas, niños que terminaron vendidos como esclavos o abandonados a una muerte anónima lejos de sus hogares. La sociedad que elevó sus voces, pronto olvidó sus rostros. Pues ese es el destino de los niños profetas: ser utilizados por adultos inescrupulosos, predicar con dulzura, fervor e inocencia, crecer demasiado pronto para finalmente ser olvidados y abandonados.
Hoy, mirar hacia aquella cruzada infantil del siglo XIII debería servirnos no solo para comprender nuestra fascinación por la pureza perdida, sino también para advertirnos sobre los peligros de instrumentalizar la inocencia. Escuchar las voces de la infancia es importante, pero lo es más no cargarles a ellos el peso de resolver las crisis creadas por adultos que olvidaron cómo actuar con responsabilidad y decoro.
