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Quizás uno de los capítulos más dolorosos de la historia fue la Gran Hambruna China. Todavía es objeto de debate si fueron 20, 30 o 50 millones de personas que murieron por falta de alimentos durante el régimen de Mao Zedong. Lo que no admite discusión es que la mayor proporción de estas muertes no fueron producto de un desastre natural, sino producto de un conjunto de ideas concebidas por el hombre. Aquel programa de reformas políticas, económicas y sociales conocido como Gran Salto Adelante condujo a China a un proceso de estatización y colectivización de sus tierras y fábricas productivas, que terminó trayendo consigo una de las oleadas de hambre más prominentes que recuerde la humanidad. Pero no fue la única, unos años antes había tenido lugar el famoso Holodomor, una hambruna producida por el dictador comunista Joseph Stalin, luego de emprender una guerra contra la propiedad privada. Hoy en día toda la humanidad contempla con espanto esta época, pues dejó huellas profundas en la evolución de dos sociedades que continúan bajo el asedio de sistemas opresores.
Hace apenas unos días, la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y Agricultura (FAO) emitió un reporte sobre la situación alimentaria del mundo. Los indicadores reflejados en el estudio son motivo de máxima preocupación, porque prácticamente hay un retroceso en esta lucha contra el hambre a nivel mundial y muy especialmente en Latinoamérica. Durante el año 2021, 50 millones de habitantes latinoamericanos padecieron algún tipo de subalimentación. Los efectos económicos y sociales de la pandemia han dado al traste con los esplendorosos avances que tuvo la región en esta materia durante los últimos 20 años.
En dicho informe además se señala de manera diáfana que Venezuela, ese país que en algún momento representó un faro de desarrollo y democracia en América Latina, es hoy la segunda nación del continente con más prevalencia del hambre, solo superada por Haití. Nuestro país, que durante mucho tiempo se caracterizó por tener índices alimenticios muy por encima del promedio regional, es hoy uno de los focos de hambruna más importante.
El origen de esta hambruna se deriva de la incapacidad de los venezolanos para cubrir el costo de la canasta alimentaria. De acuerdo con el Observatorio Venezolano de Finanzas (OVF), la canasta alimentaria del mes de junio de este año se ubicó en 380 dólares americanos. Una cifra difícil de alcanzar para un venezolano promedio. Para que tengamos una idea, una maestra de un colegio público devenga en promedio 30 o 40 dólares de salario al mes, lo que significa que con ese ingreso apenas podría cubrir el 10 % de la canasta alimentaria. En otras palabras, no es que el salario del venezolano no alcance para costear medicinas, ropa, educación, cultura o movilidad, es que no permite costear una necesidad mínima para vivir como es la alimentación.
En medio de este escenario, los venezolanos deben hacer malabares para llevar los alimentos a sus mesas. Unos deciden tener varios empleos, otros emprenden, pero la gran mayoría decide adaptar su dieta al poco dinero que tiene disponible. Es decir, sustituyen alimentos con altos nutrientes por otros que no son tan nutritivos o disminuyen el número de comidas que consumen diariamente. Debido a esta compleja situación, el Programa Mundial de Alimentos de la ONU ha catalogado a Venezuela como una de las 5 crisis de hambruna más grandes del mundo, asegurando que al menos 1/3 de los venezolanos padece algún tipo de afectación alimenticia.
Esta enorme crisis social no tiene otro responsable que Nicolás Maduro. Al igual que Stalin y Mao, Maduro dinamitó el aparato productivo de Venezuela valiéndose de expropiación, confiscaciones y persecución a la iniciativa privada. Hoy en Venezuela se está importando más del 90 % de lo que se consume por culpa de estas políticas que han socavado el campo y la industria venezolana.
A Maduro esta crisis social no parece disgustarle. Atrincherado en 4 paredes de Miraflores, rodeado de la opulencia y la ceguera del poder, decide hacerse la vista gorda y manipular la realidad, apelando a un burdo mito de que Venezuela se arregló. Un relato que pretende sostener con base en edificios lujosos en el este de la capital, conciertos, carros de último modelo, bodegones y todo tipo de excentricidades, mientras en paralelo la situación se desborda y golpea los estómagos de la población. Pero no solo eso. La crueldad de Maduro es tal que utiliza el hambre de los venezolanos como un arma política para incrementar la corrupción y el control social.
Venezuela requiere una solución democrática que pueda reactivar el aparato productivo y con ello recuperar el poder adquisitivo de los venezolanos. La continuidad de este régimen de oprobio, hambre y horror solo va a comprometer aún más el desarrollo de cada venezolano y en especial, de nuestros niños. Niños que hoy están creciendo con las secuelas de la desnutrición en sus huesos y que cuando sean adultos sus capacidades cognitivas y físicas muy probablemente estarán comprometidas. Dicho de otra forma, el cambio político que los venezolanos y la comunidad internacional tenemos que forzar no es solo por nosotros, sino por una generación.
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