La Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales organizó a principios de este año una reunión de sus miembros para escribir lo que se ha venido llamando el Manifiesto de la ciencia. Alrededor de 30 colombianos que han dedicado su vida a la difícil e ingrata tarea de hacer ciencia en este país, redactaron un documento en el que escribieron cosas que ninguno de los candidatos a la Presidencia se ha atrevido a decir. Entre ellas, la de reclamar la autonomía de la ciencia, su independencia de la política electoral; en suma, su libertad de acción, el rompimiento de las normas que le han establecido los gobiernos, algunos de ellos bien intencionados, durante decenas de años. Que la ciencia y la tecnología dejen de ser en Colombia un apéndice molesto de los gobiernos de turno.
Probablemente ningún presidente que elijan los pocos que votan se atreverá a adoptar esta idea fundamental y por eso dedicaré algunas columnas a comentar ese tema.
La autonomía para la ciencia es indispensable en estos momentos, cuando el país oscila entre dos ideas económicas y dos formas de vida inventadas en el exterior hace más de un siglo y cuando padecemos una campaña en la que ningún candidato se ha atrevido a hablar acerca de las características especiales de los ecosistemas en donde se insiste en construir esos modelos a pesar de todos los fracasos que han tenido. La situación actual es un reflejo perfecto de lo que ha sido la historia de las ideas políticas en Colombia; siempre tratando de adaptar al territorio modelos ajenos en un país que ellos no comprenden.
No es que la autonomía sea un concepto extraño en la organización gubernamental. Desde los cambios constitucionales del 91, los políticos la aceptaron forzados, en parte, por acuerdos internacionales, pero lo hicieron únicamente para una de las aproximaciones ideologizadas que han logrado tener la calificación de ciencia; se la otorgaron a la economía neoliberal en el Banco de la República. Lo que se pide en el Manifiesto de la Ciencia es que otras ciencias, las exactas, menos prestas a aceptar sesgos dogmáticos, tengan por lo menos un estatus semejante.
El lastimero estado actual de la investigación científica y del desarrollo tecnológico en Colombia tiene bastante que ver con el poder que se ha dado a las ideas monetarias y fiscales que limitan el gasto al necesario para sostener los flujos tradicionales de dinero y no establecen posibilidades para hacer inversiones extraordinarias como las necesarias para conocer detalladamente el clima y la geología del país en que vivimos o para iniciar las industrias limpias que podrían conducir al aprovechamiento para el bienestar de la nación de nuestra megabiodiversidad. Ese es uno de los cambios que podría obtener la autonomía de la ciencia.
La Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales organizó a principios de este año una reunión de sus miembros para escribir lo que se ha venido llamando el Manifiesto de la ciencia. Alrededor de 30 colombianos que han dedicado su vida a la difícil e ingrata tarea de hacer ciencia en este país, redactaron un documento en el que escribieron cosas que ninguno de los candidatos a la Presidencia se ha atrevido a decir. Entre ellas, la de reclamar la autonomía de la ciencia, su independencia de la política electoral; en suma, su libertad de acción, el rompimiento de las normas que le han establecido los gobiernos, algunos de ellos bien intencionados, durante decenas de años. Que la ciencia y la tecnología dejen de ser en Colombia un apéndice molesto de los gobiernos de turno.
Probablemente ningún presidente que elijan los pocos que votan se atreverá a adoptar esta idea fundamental y por eso dedicaré algunas columnas a comentar ese tema.
La autonomía para la ciencia es indispensable en estos momentos, cuando el país oscila entre dos ideas económicas y dos formas de vida inventadas en el exterior hace más de un siglo y cuando padecemos una campaña en la que ningún candidato se ha atrevido a hablar acerca de las características especiales de los ecosistemas en donde se insiste en construir esos modelos a pesar de todos los fracasos que han tenido. La situación actual es un reflejo perfecto de lo que ha sido la historia de las ideas políticas en Colombia; siempre tratando de adaptar al territorio modelos ajenos en un país que ellos no comprenden.
No es que la autonomía sea un concepto extraño en la organización gubernamental. Desde los cambios constitucionales del 91, los políticos la aceptaron forzados, en parte, por acuerdos internacionales, pero lo hicieron únicamente para una de las aproximaciones ideologizadas que han logrado tener la calificación de ciencia; se la otorgaron a la economía neoliberal en el Banco de la República. Lo que se pide en el Manifiesto de la Ciencia es que otras ciencias, las exactas, menos prestas a aceptar sesgos dogmáticos, tengan por lo menos un estatus semejante.
El lastimero estado actual de la investigación científica y del desarrollo tecnológico en Colombia tiene bastante que ver con el poder que se ha dado a las ideas monetarias y fiscales que limitan el gasto al necesario para sostener los flujos tradicionales de dinero y no establecen posibilidades para hacer inversiones extraordinarias como las necesarias para conocer detalladamente el clima y la geología del país en que vivimos o para iniciar las industrias limpias que podrían conducir al aprovechamiento para el bienestar de la nación de nuestra megabiodiversidad. Ese es uno de los cambios que podría obtener la autonomía de la ciencia.