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El 2021 fue un año muy difícil. A la pandemia se sumó el estallido social, la protesta popular más recia, creativa y prolongada de nuestra historia, pero ocasionó muertes invaluables de manifestantes y policías. Los vándalos incendiaban y destrozaban lo que encontraban a su paso, la Policía les sacaba los ojos a los manifestantes y unos pistoleros ricos les disparaban a los indígenas y subían a las redes los videos de la hazaña.
En mi taller de escritura nadie sabía qué hacer. La situación era dolorosa y nadie tenía respuestas. Entonces los estudiantes decidieron desarmar las palabras que utilizábamos para agredirnos en las redes (facho, mamerto, gente de bien, vándalo, gonorrea, migración interna, manzanas podridas, india igualada, veneco, desechable, castrochavismo). Fue un ejercicio de magia simpática: si era verdad que algunas palabras eran explosivas, intentaríamos desarmarlas. Entonces hicimos etimología y filología en forma de ensayos, aforismos, poemas y relatos. El conjunto de estos textos se llamó Cartografía del odio en Colombia.
Al frente del proyecto estuvieron cuatro escritores de primera línea del taller: Belén del Rocío Moreno, Marta Renza, Julio Roberto Arenas y Beatriz Arana. Invitamos también humanistas, politólogos y escritores externos (Juan Manuel Roca, Horacio Benavides, Ricardo Silva…)
Recuerdo un texto de Marta Renza que nos partió el corazón. Para decirle adiós a B es una crónica sobre el caso de Alison Salazar, una joven que fue capturada en Popayán porque estaba filmando las protestas. Fue ultrajada por cuatro hombres del Esmad y se suicidó poco después. Interrogado por la prensa, el número uno de la Policía explicó la tragedia diciendo que Alison parecía mayor porque tenía mucho vello púbico, detalle que confundió a los policías, quienes pensaron que era una mujer adulta (¿!). Luego se supo que Alison era hija de un policía.
Otra entrada del libro nos cuenta el origen de la palabra puta. En jónico, un dialecto del griego antiguo, budza significaba sabia, sabiduría, pero los celos de las atenienses modificaron la palabra, que empezó a significar «sabionda», un sentido irónico que ellas inventaron para calificar a las mujeres de Mileto, unas callejeras intelectuales que se estaban robando el corazón de los hombres atenienses. Luego la palabra marchó por los caminos, fue sopesada en los oídos de las generaciones, que la encontraron demasiado suave, y cuando llegó a Roma ya era un escupitajo de fonemas fuertes, puta, y significaba, meretriz, loba, zorra y también «pensar» (lupanar viene de lupus, loba en latín).
En un principio pensamos que Cartografía social del odio en Colombia sería un libro secreto, algo para el consumo interno del taller, pero luego se interesaron en él el Fondo de Cultura Económica y la Universidad Nacional e hicieron la coedición para América y España que ahora está en librerías.
Como nadie ignora, las palabras tienen dos poderes esotéricos: pueden arrojarle pestes encima a una persona o a un pueblo. Es la maldición. O pueden conjurar el mal y atraer la fortuna. Es la bendición. La Cartografía del odio trabaja en este sentido. Es un tratado de magia blanca y encierra un manual para desarmar los espíritus desarmando las palabras. Es un acto de fe en la lengua y una prueba de que se puede acortar la distancia entre la palabra y la cosa. Cuando la distancia es muy pequeña, la palabra puede ser un modelo funcional de la cosa.
Con una fe que ya la quisiera el papa para sus curas, en el taller pensamos que este libro nos ayudará a entender mejor ese viejo y querido instrumento, la lengua española, y que su lectura nos advertirá sobre el enorme poder que las palabras encierran.