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Nadie en su sano juicio niega la grandeza del amor, la fuerza que genera, los heroísmos que incuba, los paraísos de la piel, esas cosquillas en el alma… Hasta un putañero como Cioran se descubre ante esa magia: «El amor es tan fuerte que ha sobrevivido al romanticismo y al bidet».
También hay escépticos, claro. Quizá el más notable es Arthur Schopenhauer, que veía en el amor una trampa de la naturaleza, un ardid suyo para procurar la conservación de la especie. Cuando admiramos unos senos firmes, unas caderas vibrátiles, ojos que parecen noches líquidas –decía el filósofo– creemos ir en pos del objeto del deseo pero en realidad es la voluntad de la especie la que está eligiendo una hembra con el biotipo adecuado para la reproducción. No elegimos amante, elegimos madre para nuestros hijos. «Por eso el matrimonio está condenado al fracaso, porque no tiene como fin la generación presente sino la futura». En suma, el amor sería una especie de software secreto de la evolución, la máscara romántica del gen egoísta.
Madre o amante, lo cierto es que el hombre busca una mujer (ellas buscan zapatos). Y cuando la encuentra enloquece. Se vuelve adicto a ese cuerpo, a esa voz. Juntos tocan el cielo. Ahora son dos animales magníficos. Él es el centro gravitacional del mundo, ella es la fuente del placer… pero el placer exige repetición y la repetición mata el placer. Entonces ella le clava la punta del tacón en la cabeza y él corre, aún sangrante, a buscar otra mujer, otras mujeres porque acaba de comprender que el matrimonio no es lo suyo; que «amor es un algo sin nombre que obsesiona al hombre por otra mujer».
Entonces el sujeto lleva una vida de soltero fabulosa y salta de lecho en lecho embriagado de felicidad. Toca «el absoluto», para decirlo en términos filosóficos.
Pero todo hastía, hasta la felicidad, y entonces nuestro hombre empieza a extrañar el calor del hogar, a sentir que el sexo no es suficiente, consulta sicoanalistas (sicólogos cultos) y ensaya las drogas pero las deja porque teme terminar en la droga teológica o persiguiendo muchachos. Cuando empieza a caer la noche el Diablo le susurra: «El sexo sin amor es una experiencia vacía… ¡pero como experiencia vacía es del putas!».
Un día ve una pareja tomada de la mano en el parque, se pone a llorar y termina casándose nuevamente… pero a la semana siguiente de la boda descubre aterrado que el destino se equivocó cuatro metros y que la mujer de sus sueños es la vecina.
No hay nada qué hacer, el matrimonio es un sacramento salado. Los cónyuges se esfuerzan por «conservar viva la llama del amor». Él le lleva flores. Ella va al gimnasio y hasta se traga esas pócimas amargas del fútbol y la política. Todo es vano. Por alguna maldita razón, la calle monopoliza el erotismo y solo deja para el hogar ese flácido subproducto: el cariño. La vecina en chanclas tiene un no sé qué que nunca tendrá la cónyuge en tacón puntilla. Esto por un lado. Por el otro, se sabe que no hay nada más jarto que un marido. No hay que culparlo: el amante siempre triunfa porque es más fácil ser divertido de vez en cuando que todos los días.
Ese es el sino del hombre: oscilar entre el donjuanismo y el romanticismo sin hallar sosiego en ninguno de los dos. El primero es frío, el segundo frígido.
Lo cierto es que, madre o amante, la pareja tira, digámoslo así. La necesitamos para conversar, reír, bailar, comer, brindar, sentirnos deseados y experimentar el vértigo de la caída libre en ese abismo de la razón, el sexo, para conjurar el fantasma de la soledad y no suicidarnos un domingo en la tarde.