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El chisme y la columna

Julio César Londoño
25 de diciembre de 2015 - 07:58 p. m.
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No sé de quién fue la idea de introducir una sección de opinión en los periódicos, pero en todo caso el hecho enriqueció los diarios de manera notable: la columna le dio voz a la gente, creó espacios independientes de la línea editorial (cosa que contribuyó al equilibrio del periódico) y, algo muy importante, las columnas no estaban sujetas al rigor, ni a la objetividad ni a ninguna otra noble entelequia. Pero tampoco es un género libertino.

Retórico por excelencia, debe cuidar las formas, disimular el sesgo, tener ciertos visos de rigor, de neutralidad. No en valde es un discurso argumentativo. En este vaivén entre libertad y formalidad, en esa mezcla de bilis, lógica y buena prosa, reside su poder.

Como buena hija del ensayo, la columna es personal y especulativa (la especulación es al ensayo como la imaginación al relato). Y como es atrevida, puede decir lo que as bocas de la información no se atreven; por ejemplo: que Samper sí sabía; que Belisario fue solo el testaferro trémulo de los chafarotes el día del holocausto del Palacio de Justicia; que Uribe es un genocida disfrazado de alma de Dios o que Santos es un uribista disfrazado de Mandela.

Narciso, pagado de sí, el columnista tiende a pensar que la noticia es él… y tiene razón. Uno lee a Alfredo Molano, digamos, para saber qué piensa Molano del acto de contricción de las Farc en Bojayá, para aprender cómo se puede reflexionar en lenguaje narrativo, cómo se ve el drama rural desde la orilla izquierda del río, cómo analiza las cosas este baquiano ilustrado, el único columnista que se ha tomado la molestia de recorrer palmo a palmo los llanos y las montañas, “esas lejanías”, como las llamaba el distinguido columnista Álvaro Gómez Hurtado.

Uno lee a Eduardo Escobar para saber cómo piensa la derecha inteligente. Para no olvidar que esa es una concepción válida (y exitosa) del mundo (lo nauseabundo es la extrema derecha. Y la otra, claro). Y para disfrutar de su talento especulativo, de su tino insidioso, de su retorcido humor. “Borges es palimpsesto. Escritura sobre la escritura es Borges. Es imposible no admirar su pericia para frasear con discreción y parafrasear sin vergüenza. Más que un erudito que hilvanó un sentido del mundo, es un banco de datos elegantes, selectos. Opio rebajado. Numismática. Heráldica. Ideario de ideas deshechizadas ya: en suma, escolástica”.

Uno lee a Antonio Caballero por el placer de ver cómo arma sus paradojas. Para entender que el negocio de las drogas se mantiene gracias a la guerra contra las drogas y que el terrorismo divino es idéntico al terrorismo satánico. Para repasar la historia política de Colombia y del mundo de la mano de este alacrán irónico y alado.

Uno lee a William Ospina para ir más allá de la erudición, más allá del análisis. Para comprobar la agudeza que le confiere a la prosa la poesía. Para ver, de la mano de la filosofía, el bosque a través de los árboles. Para disfrutar el espectáculo de la mezcla de razón y sensibilidad.

Sugerí al principio que la información fue primero que la opinión. Ya no estoy tan seguro. Es probable que los primeros panfletos periodísticos fueran pura opinión; luego se sofisticaron y aprendieron a disimular sus sesgos y a barnizarlo todo con esas argucias que le valieron el respetable nombre de “información”. Es una hipótesis que calza perfectamente con el hecho irrefutable de que el rumor fue primero que el periodismo porque, como nadie ignora, el periodismo no es más que el chisme procesado a escala industrial. Lo que demuestra, una vez más, que las grandes obras son de origen popular.

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