Europa está volviendo a la calle. Colombia también. Nos estamos tomando confianza. Cuando uno sale varias veces, y toma buses o taxis, se roza con decenas de prójimos y pasan los 15 días y sigue vivo, pero los recursos escasean, uno decide que es mejor morir aireado. No hay miedo que dure 100 años y mucho menos un confinamiento. Además, todos estamos dispuestos a morir por la familia, es verdad, pero vivir con ella es otra cosa. Nadie aguanta mucho tiempo el calor del hogar. Como dice Woody, la vida sería mejor si no fuese diaria.
Milagrosamente, Colombia la sacó barata. Mientras naciones ricas lloran decenas de miles de muertos, aquí solo tenemos 800. Mientras los médicos europeos y norteamericanos fracasaban blindados con toda la parafernalia de la bioseguridad, los médicos colombianos triunfaron enfundados en bolsas de basura. Mientras sistemas de salud vigorosos entraban en crisis, el discreto sistema colombiano sorteó el temporal trabajando a media máquina. ¿Qué nos salvó? Nadie lo sabe. Los sabios dan palos de ciego. El tapabocas es bueno, regular y malo, dicen. Para muchos, el confinamiento es una medida inútil, medieval. Para otros es necesaria, vital, civil: nos permitirá morir despacio, por pico y cédula para evitar el colapso de los hospitales. Las causas de los decesos son un misterio. Algunos discuten si morimos por asfixia o por trombos, y Minsalud no sabe si comprar ventiladores o anticoagulantes. Para completar, el COVID-19 es sinuoso, temperamental; opera de manera paralógica y se reinventa: Suecia es fría, no se confina y le va bien; Brasil es caliente, no se confina y le va mal. Los gobiernos temen abrir las puertas, pero saben que no es viable mantenerlas cerradas. Duque le ora a la Virgen de Chiquinquirá, una divinidad menor, y a Patarroyo, inmune a la ciencia.
Lo peor ya pasó y nunca sabremos si obramos correctamente o sobredimensionamos el problema, aterrados por las macabras noticias que llegaban de todas partes.
¿Cómo será el mundo pos-COVID-19? Soy tan pesimista como la mayoría de los analistas: no será mucho mejor que el mundo pre-COVID-19. Seguirá regido por la angurria del gran capital y administrado por sus angurrientos correveidiles, los políticos, que raponearán los fondos de la reconstrucción nacional con la misma diligencia con que raponearon los fondos de la pandemia. Los médicos y los profesores seguirán siendo tan menospreciados como siempre.
Pero hay una presión magnífica que no debemos olvidar: la resistencia civil que agitó el mundo durante el segundo semestre de 2019 resurgirá intacta o renovada. Los reclamos de la gente por sus derechos básicos y por la defensa de las minorías y del medio ambiente apenas empiezan. El golpazo de la pandemia ha puesto en evidencia la necesidad de tener más Estado y políticas públicas vigorosas. En esta cruzada, la gente no está sola. La acompañan intelectuales y profesores e incluso políticos y empresarios, sectores que también sintieron el rigor de la pandemia y las consecuencias de la fragilidad del Estado.
Ya sabemos que no hay mucho que esperar, en lo social, en el sentido de arriba a abajo, pero este empuje es tectónico y va de abajo hacia arriba. Estamos asistiendo al paso de una democracia pasiva-representativa a una democracia activa-participativa, es decir, de zombis a verdaderos ciudadanos.
Usted dirá que deliro, que no hay nada claro con el COVID-19, que no soy epidemiólogo, que la eficacia de los movimientos civiles está por verse y que no hago más que pensar con el deseo. Es verdad, pero ¿qué hay de malo en ello? Si el cerebro puede sentir, ¿por qué no podemos pensar también con el corazón? ¿No es allí donde nacen los sueños?
Europa está volviendo a la calle. Colombia también. Nos estamos tomando confianza. Cuando uno sale varias veces, y toma buses o taxis, se roza con decenas de prójimos y pasan los 15 días y sigue vivo, pero los recursos escasean, uno decide que es mejor morir aireado. No hay miedo que dure 100 años y mucho menos un confinamiento. Además, todos estamos dispuestos a morir por la familia, es verdad, pero vivir con ella es otra cosa. Nadie aguanta mucho tiempo el calor del hogar. Como dice Woody, la vida sería mejor si no fuese diaria.
Milagrosamente, Colombia la sacó barata. Mientras naciones ricas lloran decenas de miles de muertos, aquí solo tenemos 800. Mientras los médicos europeos y norteamericanos fracasaban blindados con toda la parafernalia de la bioseguridad, los médicos colombianos triunfaron enfundados en bolsas de basura. Mientras sistemas de salud vigorosos entraban en crisis, el discreto sistema colombiano sorteó el temporal trabajando a media máquina. ¿Qué nos salvó? Nadie lo sabe. Los sabios dan palos de ciego. El tapabocas es bueno, regular y malo, dicen. Para muchos, el confinamiento es una medida inútil, medieval. Para otros es necesaria, vital, civil: nos permitirá morir despacio, por pico y cédula para evitar el colapso de los hospitales. Las causas de los decesos son un misterio. Algunos discuten si morimos por asfixia o por trombos, y Minsalud no sabe si comprar ventiladores o anticoagulantes. Para completar, el COVID-19 es sinuoso, temperamental; opera de manera paralógica y se reinventa: Suecia es fría, no se confina y le va bien; Brasil es caliente, no se confina y le va mal. Los gobiernos temen abrir las puertas, pero saben que no es viable mantenerlas cerradas. Duque le ora a la Virgen de Chiquinquirá, una divinidad menor, y a Patarroyo, inmune a la ciencia.
Lo peor ya pasó y nunca sabremos si obramos correctamente o sobredimensionamos el problema, aterrados por las macabras noticias que llegaban de todas partes.
¿Cómo será el mundo pos-COVID-19? Soy tan pesimista como la mayoría de los analistas: no será mucho mejor que el mundo pre-COVID-19. Seguirá regido por la angurria del gran capital y administrado por sus angurrientos correveidiles, los políticos, que raponearán los fondos de la reconstrucción nacional con la misma diligencia con que raponearon los fondos de la pandemia. Los médicos y los profesores seguirán siendo tan menospreciados como siempre.
Pero hay una presión magnífica que no debemos olvidar: la resistencia civil que agitó el mundo durante el segundo semestre de 2019 resurgirá intacta o renovada. Los reclamos de la gente por sus derechos básicos y por la defensa de las minorías y del medio ambiente apenas empiezan. El golpazo de la pandemia ha puesto en evidencia la necesidad de tener más Estado y políticas públicas vigorosas. En esta cruzada, la gente no está sola. La acompañan intelectuales y profesores e incluso políticos y empresarios, sectores que también sintieron el rigor de la pandemia y las consecuencias de la fragilidad del Estado.
Ya sabemos que no hay mucho que esperar, en lo social, en el sentido de arriba a abajo, pero este empuje es tectónico y va de abajo hacia arriba. Estamos asistiendo al paso de una democracia pasiva-representativa a una democracia activa-participativa, es decir, de zombis a verdaderos ciudadanos.
Usted dirá que deliro, que no hay nada claro con el COVID-19, que no soy epidemiólogo, que la eficacia de los movimientos civiles está por verse y que no hago más que pensar con el deseo. Es verdad, pero ¿qué hay de malo en ello? Si el cerebro puede sentir, ¿por qué no podemos pensar también con el corazón? ¿No es allí donde nacen los sueños?