Los textos literarios exigen a) una idea fulgurante, b) detalles pequeños que aporten color y verosimilitud, y c) un estilo sencillo, es decir, complejísimo, unas líneas reescritas varias veces para que fluyan como el agua en el agua.
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Los textos literarios exigen a) una idea fulgurante, b) detalles pequeños que aporten color y verosimilitud, y c) un estilo sencillo, es decir, complejísimo, unas líneas reescritas varias veces para que fluyan como el agua en el agua.
Ideas fulgurantes:
Para concebir un célebre poema suyo Darío Jaramillo tuvo que descubrir primero un secreto esotérico: «Los estados de la materia son cuatro: sólido, líquido, gaseoso y gato», y completó la tarea con detalles leves y plásticos, como el gato.
Para explicar la decadencia de Roma, Edward Gibbon enumera los pilares de un credo que la socavó, el cristianismo: monoteísmo hebreo, idealismo griego e imperialismo romano, esa enorme caja de resonancia que propaló, desde Constantino y por tres continentes, los prodigios de un judío disidente que fue crucificado en la periferia del imperio.
Sófocles inventó el cuento policiaco, escribió el primer culebrón y lo remató con una paradoja espléndida: es la historia de un muchacho que mata a su padre y yace con su madre, pero es inocente porque ignora que ellos son sus padres. Al final el detective Edipo descubre horrorizado que él mismo, el rey Edipo, es el parricida y el incestuoso sujeto.
Sábato encontró una manera nueva de contar una cosa vieja: «Newton descubrió que la manzana que cae y la luna que no cae obedecen a una misma ley». De aguda manera, Sábato contrapone la trayectoria recta de la manzana a la trayectoria circular de la Luna, la manzana que cae y la Luna que flota.
Detalles famosos:
Era tal el prestigio de Newton en el Trinity College de Cambridge que sus colegas daban rodeos para no pisar los diagramas que el sabio trazaba en la grava del patio. Sabemos que practicó la usura en pequeña escala y que lo enterraron en la Abadía de Westminster con una pirámide de diamante sobre su pecho. Podemos imaginar que a cierta hora del día el sol se cuela por una rendija del piso de la Abadía, llega al destartalado ataúd de Newton, atraviesa la pirámide y traza un arcoíris en la horrenda penumbra.
Diógenes Laercio afirma que Sócrates vivía a lo diagonal de Alcibiades, que era bizco y sufría de dolores intestinales, mal que aliviaba frotándose la panza con una vejiga de piel cerdo llena de aceite tibio. Son tantas las bibliotecas sobre el filósofo Sócrates, que el lector agradece estas minucias sobre el parroquiano Sócrates.
Edward Gibbon hace un paréntesis en sus reflexiones geopolíticas para contarnos que los habitantes de Pompeya les temían a las invasiones de alacranes, no tanto por su ponzoña sino porque eran un presagio de actividad volcánica, y que los pompeyanos protegían sus casas poniendo en los umbrales rejillas de esparto donde los alacranes se enredaban y morían.
Borges recoge una observación menuda de La divina comedia. Es la imagen de un sastre viejo que remienda una capa rota y tiene que sacar la punta de la lengua y entrecerrar los ojos para enhebrar la aguja. Es un detalle que hermana dos gestos: el vacilante pulso del sastre para zurcir y el pulso firme de Dante para narrar.
Hay partículas ínfimas que de pronto se agigantan, como estas de Thomas Mann: «Una rosa es en el tiempo; la rosa, en la eternidad. En este paso del artículo indefinido al artículo definido está el germen de la ciencia y la piedra angular de toda la ontología».
Después de 20 años de ausencia, el rey Ulises regresa a Ítaca disfrazado de mendigo para eludir a los conspiradores. El primero que lo reconoce es Argos, su perro.
Cuando los cuentistas quieren demostrarnos que hay una entidad invisible y sobrenatural en un cuarto, ponen en escena un testigo incuestionable, un gato erizado.
En síntesis, la fórmula literaria es breve: originalidad en lo macro, observación en el detalle y estilo en el conjunto.