Bien manejado, el punto de vista es un poderoso instrumento del relato*. Se presta para juegos interesantes. Puede confundirse con el concepto de narrador, pero son cosas distintas. En La hojarasca, demos por caso, hay tres puntos de vista: el del abuelo, el de la hija y el del nieto, y un solo tipo de narrador: los tres cuentan en primera persona el drama de un médico que se ahorca y al que nadie en el pueblo —salvo el abuelo, la hija y el nieto— quiere darle cristiana sepultura, en venganza de una actuación infame del médico una noche, diez años atrás.
En El clavo, el periódico juvenil, leí otro bello ejemplo del buen uso del punto de vista. Era una columna de opinión que explicaba lo chévere que es tener un primo pobre. Sirve para regalarle la ropa que ya no usamos pero tampoco nos atrevemos a botar. Puedes ponerlo a que te haga la tesis y pagarle cualquier cosa (los pobres son nerdos y no piden mucho). Pero lo mejor del primo pobre son sus amigas, esa cantidad de hembritas buenísimas que pululan en los barrios populares, todoterreno todas, que rumbean sin la joda de los visajes de las niñas bien.
Al final se nos revela que el narrador es el primo pobre; es un cambio súbito del punto de vista que le pone ironía y humanidad a un texto que era apenas cínico.
Quizá no haya un ejemplo más brillante que Continuidad de los parques, de Cortázar. Todo está contado en tercera persona pero el punto de vista cambia varias veces.
Un hombre lee una novela en un salón de grandes ventanales en un sillón de terciopelo verde. Leyendo por encima de su hombro nos enteramos de la infidelidad de una señora que se encuentra con su amante en una cabaña del bosque. Pero ese día no hacen el amor porque los turba «un río de serpientes»: deben urdir la muerte de un hombre. El resto lo vemos con los ojos del amante. Vemos cómo va por el bosque de la cabaña a una mansión…
«Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela».
El punto de vista pasa de los ojos del narrador omnisciente de las primeras líneas a los ojos del lector del sillón verde, luego a los del narrador de la novela y por último a los del hombre que empuña un cuchillo y atraviesa el bosque ciego de amor.
Nota. Debo a dos profesores de Univalle, Alejandro López y Róbinson Grajales, dos revelaciones: en ningún momento nos dice Cortázar que el sillón verde del final sea el mismo sillón verde del principio. Es la morbosa imaginación del lector, tan cómplice del crimen como la mujer de la cabaña, la que establece la identidad de los objetos, traslapa el plano del cuento sobre el plano de la novela y cierra el círculo de la historia. La segunda revelación no es menos aguda: en las seis últimas líneas de la historia no hay un solo verbo. Sin embargo, nada detendrá la acción del furioso amante.
* No existe un género llamado relato. La palabra apareció un día en un ensayo, quizá para evitar la repetición de la palabra «cuento» (algunos autores aman los sinónimos) y de este accidente brotó el falso género sobre el que teorizan legiones de críticos despistados en el mundo entero. En realidad «relato» (relación de hechos) es una sombrilla que abarca la novela, el cuento, la cuentería, el drama y el chisme.
Bien manejado, el punto de vista es un poderoso instrumento del relato*. Se presta para juegos interesantes. Puede confundirse con el concepto de narrador, pero son cosas distintas. En La hojarasca, demos por caso, hay tres puntos de vista: el del abuelo, el de la hija y el del nieto, y un solo tipo de narrador: los tres cuentan en primera persona el drama de un médico que se ahorca y al que nadie en el pueblo —salvo el abuelo, la hija y el nieto— quiere darle cristiana sepultura, en venganza de una actuación infame del médico una noche, diez años atrás.
En El clavo, el periódico juvenil, leí otro bello ejemplo del buen uso del punto de vista. Era una columna de opinión que explicaba lo chévere que es tener un primo pobre. Sirve para regalarle la ropa que ya no usamos pero tampoco nos atrevemos a botar. Puedes ponerlo a que te haga la tesis y pagarle cualquier cosa (los pobres son nerdos y no piden mucho). Pero lo mejor del primo pobre son sus amigas, esa cantidad de hembritas buenísimas que pululan en los barrios populares, todoterreno todas, que rumbean sin la joda de los visajes de las niñas bien.
Al final se nos revela que el narrador es el primo pobre; es un cambio súbito del punto de vista que le pone ironía y humanidad a un texto que era apenas cínico.
Quizá no haya un ejemplo más brillante que Continuidad de los parques, de Cortázar. Todo está contado en tercera persona pero el punto de vista cambia varias veces.
Un hombre lee una novela en un salón de grandes ventanales en un sillón de terciopelo verde. Leyendo por encima de su hombro nos enteramos de la infidelidad de una señora que se encuentra con su amante en una cabaña del bosque. Pero ese día no hacen el amor porque los turba «un río de serpientes»: deben urdir la muerte de un hombre. El resto lo vemos con los ojos del amante. Vemos cómo va por el bosque de la cabaña a una mansión…
«Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela».
El punto de vista pasa de los ojos del narrador omnisciente de las primeras líneas a los ojos del lector del sillón verde, luego a los del narrador de la novela y por último a los del hombre que empuña un cuchillo y atraviesa el bosque ciego de amor.
Nota. Debo a dos profesores de Univalle, Alejandro López y Róbinson Grajales, dos revelaciones: en ningún momento nos dice Cortázar que el sillón verde del final sea el mismo sillón verde del principio. Es la morbosa imaginación del lector, tan cómplice del crimen como la mujer de la cabaña, la que establece la identidad de los objetos, traslapa el plano del cuento sobre el plano de la novela y cierra el círculo de la historia. La segunda revelación no es menos aguda: en las seis últimas líneas de la historia no hay un solo verbo. Sin embargo, nada detendrá la acción del furioso amante.
* No existe un género llamado relato. La palabra apareció un día en un ensayo, quizá para evitar la repetición de la palabra «cuento» (algunos autores aman los sinónimos) y de este accidente brotó el falso género sobre el que teorizan legiones de críticos despistados en el mundo entero. En realidad «relato» (relación de hechos) es una sombrilla que abarca la novela, el cuento, la cuentería, el drama y el chisme.