EMMANUEL KANT NACIÓ EN KÖNIGSberg, un pueblo de Prusia Oriental del que nunca salió.
Era hijo y nieto de talabarteros, enfermizo, flaco, bajito y respiraba mal porque tenía el pecho hundido. Pero era Kant. Afirmaba que un hombre debería vivir de tal manera que su biografía pudiera servir de código moral a sus semejantes, y así lo hizo.
En las mañanas enseñaba en la universidad y a las dos de la tarde almorzaba con pocos invitados: un colega de la universidad, un parroquiano, un alumno aventajado. El almuerzo duraba tres horas y consistía en varios platos pequeños, espaciados y rociados con vinos que el profesor Kant no tocaba. Sólo se permitía, al final de la cena, un cognac y un puro. A las cinco en punto en invierno, o a las seis en verano, se levantaba de su sillón, “Quedan en su casa, señores”, les decía a los invitados y salía a dar una caminata. No permitía que nadie lo acompañara porque durante el recorrido practicaba unos ejercicios respiratorios incompatibles con la conversación. Es fama que muchos lugareños ponían sus relojes al paso del profesor (primera ley de Königsberg).
Cuando regresaba a su casa, una hora después, pasaba a su gabinete aunque los invitados no se hubieran marchado y dedicaba dos o tres horas a la lectura, a sus asuntos personales o a los deberes universitarios, pero la vela de su cuarto —segunda ley de Königsberg— nunca se vio encendida después de las diez de la noche.
Se despertaba muy temprano y continuaba la lectura de la noche anterior en la cama. Con las primeras luces del alba regresaba al gabinete y escribía hasta las ocho de la mañana en una mesa pequeña colocada junto a una ventanita que le permitía admirar el campanario de la iglesia del pueblo. Su contemplación lo ayudaba a resolver trancones: cuando no podía dar con la palabra precisa —decía— le bastaba mirar un momento el bello campanario y ¡zas! el vocablo llegaba como servido en bandeja.
A las nueve de la mañana —segundos más, segundos menos, lo que demoraba en acomodarse la peluca— daba comienzo a su cátedra.
Al leer las investigaciones del médico inglés William Harvey, se obsesionó tanto con el tema de la circulación de la sangre que ordenó a la criada la eliminación de los elásticos de sus calcetines. Cuando alguien le comentó que esa prenda amontonada en los tobillos no cuadraba con su elegancia, diseñó unos tirantes para calcetines que funcionaban mediante un sistema de hilos y manivelitas accionado discretamente desde los bolsillos del pantalón por los diestros dedos del profesor. (Thomas de Quincey, Los últimos días de Emmanuel Kant).
Hacia 1780 ocurrió algo que dejó en vilo el futuro de la filosofía occidental: el árbol de un solar vecino creció y le tapó el amado campanario. El hecho lo ofuscó hasta el punto de afectar la fluidez de su estilo y oscurecer muchos pasajes de la obra en que trabajaba. Un día la criada lo escuchó refunfuñar y habló con los amigos del profesor.
Deliberaron.
Una comisión visitó al dueño del árbol. Abrumado, el hombre sólo atinó a exclamar: “¡Qué vergüenza! ¡Haberlo sabido antes!” Y a primera hora del día siguiente el árbol que estorbaba la visual y el estilo del profesor Kant fue derribado. Así se salvó La crítica de la razón pura, el libro más profundo, discutido, estudiado y agreste de la historia de la filosofía.
Murió en 1804, a los 80 años de edad. Lo encontraron en su gabinete. Se había ido de bruces sobre la mesa y regado la tinta sobre las hojas recién cortadas de papel de Holanda en que escribía los prolegómenos a no sé qué cosa. Para ser justos, nadie se lamentó mucho. La mente más lúcida de la lengua más prestigiosa de Europa, la alemana, estaba completamente senil.
EMMANUEL KANT NACIÓ EN KÖNIGSberg, un pueblo de Prusia Oriental del que nunca salió.
Era hijo y nieto de talabarteros, enfermizo, flaco, bajito y respiraba mal porque tenía el pecho hundido. Pero era Kant. Afirmaba que un hombre debería vivir de tal manera que su biografía pudiera servir de código moral a sus semejantes, y así lo hizo.
En las mañanas enseñaba en la universidad y a las dos de la tarde almorzaba con pocos invitados: un colega de la universidad, un parroquiano, un alumno aventajado. El almuerzo duraba tres horas y consistía en varios platos pequeños, espaciados y rociados con vinos que el profesor Kant no tocaba. Sólo se permitía, al final de la cena, un cognac y un puro. A las cinco en punto en invierno, o a las seis en verano, se levantaba de su sillón, “Quedan en su casa, señores”, les decía a los invitados y salía a dar una caminata. No permitía que nadie lo acompañara porque durante el recorrido practicaba unos ejercicios respiratorios incompatibles con la conversación. Es fama que muchos lugareños ponían sus relojes al paso del profesor (primera ley de Königsberg).
Cuando regresaba a su casa, una hora después, pasaba a su gabinete aunque los invitados no se hubieran marchado y dedicaba dos o tres horas a la lectura, a sus asuntos personales o a los deberes universitarios, pero la vela de su cuarto —segunda ley de Königsberg— nunca se vio encendida después de las diez de la noche.
Se despertaba muy temprano y continuaba la lectura de la noche anterior en la cama. Con las primeras luces del alba regresaba al gabinete y escribía hasta las ocho de la mañana en una mesa pequeña colocada junto a una ventanita que le permitía admirar el campanario de la iglesia del pueblo. Su contemplación lo ayudaba a resolver trancones: cuando no podía dar con la palabra precisa —decía— le bastaba mirar un momento el bello campanario y ¡zas! el vocablo llegaba como servido en bandeja.
A las nueve de la mañana —segundos más, segundos menos, lo que demoraba en acomodarse la peluca— daba comienzo a su cátedra.
Al leer las investigaciones del médico inglés William Harvey, se obsesionó tanto con el tema de la circulación de la sangre que ordenó a la criada la eliminación de los elásticos de sus calcetines. Cuando alguien le comentó que esa prenda amontonada en los tobillos no cuadraba con su elegancia, diseñó unos tirantes para calcetines que funcionaban mediante un sistema de hilos y manivelitas accionado discretamente desde los bolsillos del pantalón por los diestros dedos del profesor. (Thomas de Quincey, Los últimos días de Emmanuel Kant).
Hacia 1780 ocurrió algo que dejó en vilo el futuro de la filosofía occidental: el árbol de un solar vecino creció y le tapó el amado campanario. El hecho lo ofuscó hasta el punto de afectar la fluidez de su estilo y oscurecer muchos pasajes de la obra en que trabajaba. Un día la criada lo escuchó refunfuñar y habló con los amigos del profesor.
Deliberaron.
Una comisión visitó al dueño del árbol. Abrumado, el hombre sólo atinó a exclamar: “¡Qué vergüenza! ¡Haberlo sabido antes!” Y a primera hora del día siguiente el árbol que estorbaba la visual y el estilo del profesor Kant fue derribado. Así se salvó La crítica de la razón pura, el libro más profundo, discutido, estudiado y agreste de la historia de la filosofía.
Murió en 1804, a los 80 años de edad. Lo encontraron en su gabinete. Se había ido de bruces sobre la mesa y regado la tinta sobre las hojas recién cortadas de papel de Holanda en que escribía los prolegómenos a no sé qué cosa. Para ser justos, nadie se lamentó mucho. La mente más lúcida de la lengua más prestigiosa de Europa, la alemana, estaba completamente senil.