Podría jurar que los magistrados de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) hicieron lo imposible para no torear el avispero y dilataron hasta el límite los tiempos procesales, pero al final se quedaron sin tiempo y sin margen de maniobra por el peso de la evidencia y por la torpeza de los abogados de Uribe. Ni siquiera en Colombia puede un magistrado aceptar la conmovedora fábula de que un abogado le entregó $200 millones a un testigo clave, y que obró por sentido humanitario y a espaldas de su cliente —máxime cuando ni el abogado, ni el cliente, ni el testigo han mostrado nunca un atisbo de sentimientos humanitarios—.
Si había alguna sombra de duda sobre la culpabilidad de Uribe, Paloma Valencia la disipó el mismo martes 4 de agosto con el brillo de esta perla: «Es cierto que Uribe le dio unas platas a un testigo (…) pero nunca conoció a ese testigo».
Uribe tiene que estar «rezao». ¿Cómo se explica que sobreviva a las declaraciones de Valencia, Cabal, Mejía, Macías, Pachito y la vice? ¿Serán mamertos infiltrados en las filas de los camisas negras?
El domingo 2 de agosto Uribe supo que la CSJ le dictaría medida de aseguramiento el martes 4. Fue por esto que el Centro Democrático lanzó un comunicado dramático el lunes 3: la democracia está amenazada, dijeron. Tenían razón, pero la amenaza no venía de la Corte, estaba adentro: un país cuyo presidente es decorativo, y ahora plenipotenciario por obra y gracia del COVID-19; un Gobierno que tiene fiscal y órganos de control de bolsillo; un Congreso que teletrabaja a media máquina; una cúpula militar demasiado cercana a la Casa de Nariño, y unos medios de comunicación demasiado cortesanos, todo esto, digo, es claramente una democracia terminal.
Como el caso de Uribe está perdido, su secta repite el mantra Santrich, el cieguito traqueto, e insiste en la beatitud y la honorabilidad del sujeto más cuestionado de nuestra historia.
A las extremas ninguna corte les sirve. Para el Centro Democrático, la JEP es un tribunal diseñado por las Farc. Juan Carlos Pinzón dijo que los miembros de la Comisión de la Verdad «tenían afinidad ideológica o nexos con grupos armados». Duque derrochó un año objetando la JEP, y la semana pasada denunció que ese tribunal no ha expedido una sola condena contra los exguerrilleros por reclutamiento de niños. Olvidó decir que la JEP ha dejado en libertad a 210 exguerrilleros y a 362 militares y adoptado casi 30.000 decisiones judiciales pese al año perdido por culpa de sus objeciones. Uribe es un sujeto capaz de ir a la Fiscalía a reírse y a que le embolen los zapatos, y gritar que los magistrados son «esos hijueputas» que escuchan sus conversaciones.
Los autoritarios abominan los códigos y las leyes, incluida la Constitución, ese conjunto de «articulitos». Es por eso que andan promoviendo una constituyente y la instauración de una corte única, un lavamanos atendido por magistrados muy agudos, de esos que son capaces de descubrir mensajes neochavistas en el cielorraso de la Capilla Sixtina.
Conclusión. Nadie cree en la inocencia de Uribe. Ni Paloma. Sus prosélitos lo adoran justamente porque les parece un bandido estupendo. Si su talento permite dar de baja a un puñado de comunistas, el colapso de la institucionalidad y la vasta contrarreforma agraria paraca, los cientos de miles de muertos del conflicto y los millones de campesinos desplazados son solo un pequeño daño colateral.
Nota. En la precaria historia de nuestra democracia, nunca padecimos una dictadura tan atroz como esta. Comparado con la patriótica malignidad de Uribe, el COVID-19 es un algodón de azúcar.
Podría jurar que los magistrados de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) hicieron lo imposible para no torear el avispero y dilataron hasta el límite los tiempos procesales, pero al final se quedaron sin tiempo y sin margen de maniobra por el peso de la evidencia y por la torpeza de los abogados de Uribe. Ni siquiera en Colombia puede un magistrado aceptar la conmovedora fábula de que un abogado le entregó $200 millones a un testigo clave, y que obró por sentido humanitario y a espaldas de su cliente —máxime cuando ni el abogado, ni el cliente, ni el testigo han mostrado nunca un atisbo de sentimientos humanitarios—.
Si había alguna sombra de duda sobre la culpabilidad de Uribe, Paloma Valencia la disipó el mismo martes 4 de agosto con el brillo de esta perla: «Es cierto que Uribe le dio unas platas a un testigo (…) pero nunca conoció a ese testigo».
Uribe tiene que estar «rezao». ¿Cómo se explica que sobreviva a las declaraciones de Valencia, Cabal, Mejía, Macías, Pachito y la vice? ¿Serán mamertos infiltrados en las filas de los camisas negras?
El domingo 2 de agosto Uribe supo que la CSJ le dictaría medida de aseguramiento el martes 4. Fue por esto que el Centro Democrático lanzó un comunicado dramático el lunes 3: la democracia está amenazada, dijeron. Tenían razón, pero la amenaza no venía de la Corte, estaba adentro: un país cuyo presidente es decorativo, y ahora plenipotenciario por obra y gracia del COVID-19; un Gobierno que tiene fiscal y órganos de control de bolsillo; un Congreso que teletrabaja a media máquina; una cúpula militar demasiado cercana a la Casa de Nariño, y unos medios de comunicación demasiado cortesanos, todo esto, digo, es claramente una democracia terminal.
Como el caso de Uribe está perdido, su secta repite el mantra Santrich, el cieguito traqueto, e insiste en la beatitud y la honorabilidad del sujeto más cuestionado de nuestra historia.
A las extremas ninguna corte les sirve. Para el Centro Democrático, la JEP es un tribunal diseñado por las Farc. Juan Carlos Pinzón dijo que los miembros de la Comisión de la Verdad «tenían afinidad ideológica o nexos con grupos armados». Duque derrochó un año objetando la JEP, y la semana pasada denunció que ese tribunal no ha expedido una sola condena contra los exguerrilleros por reclutamiento de niños. Olvidó decir que la JEP ha dejado en libertad a 210 exguerrilleros y a 362 militares y adoptado casi 30.000 decisiones judiciales pese al año perdido por culpa de sus objeciones. Uribe es un sujeto capaz de ir a la Fiscalía a reírse y a que le embolen los zapatos, y gritar que los magistrados son «esos hijueputas» que escuchan sus conversaciones.
Los autoritarios abominan los códigos y las leyes, incluida la Constitución, ese conjunto de «articulitos». Es por eso que andan promoviendo una constituyente y la instauración de una corte única, un lavamanos atendido por magistrados muy agudos, de esos que son capaces de descubrir mensajes neochavistas en el cielorraso de la Capilla Sixtina.
Conclusión. Nadie cree en la inocencia de Uribe. Ni Paloma. Sus prosélitos lo adoran justamente porque les parece un bandido estupendo. Si su talento permite dar de baja a un puñado de comunistas, el colapso de la institucionalidad y la vasta contrarreforma agraria paraca, los cientos de miles de muertos del conflicto y los millones de campesinos desplazados son solo un pequeño daño colateral.
Nota. En la precaria historia de nuestra democracia, nunca padecimos una dictadura tan atroz como esta. Comparado con la patriótica malignidad de Uribe, el COVID-19 es un algodón de azúcar.