El arsenal de los remedios es infinito. Va desde el ajo, la sábila y el limón, que curan todos los males presentes y futuros, hasta la “quimio”, abreviatura cariñosa que utilizamos para nombrar un procedimiento que tira a matar al paciente con la esperanza de que las células recobren la cordura y el sujeto sobreviva milagrosamente; pero aquí voy a referirme a unos remedios exóticos, los intelectuales.
Ada Lovelace, hija de lord Byron, era una señorita genial y lasciva. Preocupada, su madre le formuló dosis altas de matemáticas con tutores particulares, calculando, con buen sentido, que la frigidez de los números obraría como un antídoto de los furores uterinos de Ada. El remedio funcionó, Ada dejó de andar detrás de muchachos analfanuméricos, estudió máquinas y lógica con Charles Babbage y Augustus De Morgan, descubrió que las calculadoras podían hacer cualquier cosa, no solo cálculos matemáticos, y fue la primera programadora informática de la historia y la primera terrícola que reflexionó de manera filosófica sobre la inteligencia artificial.
De sobremesa, la excelente novela del poeta José Asunción Silva, es una obra excepcional porque los poetas son malitos para la prosa. El libro viene a cuento porque contiene un examen médico singular. El protagonista, un joven aristócrata muy parecido al señorito Silva, está aquejado de spleen, una jartera profunda que aquejaba a las señoras ricas y a los poetas del siglo XIX sin distingos de estrato, y el médico lo somete a un examen muy completo: un interrogatorio íntimo, pruebas de reflejos y exámenes eléctricos con un aparato galvánico. Luego lo pone a traducir un párrafo de Aristófanes del original griego y a despejar una ecuación cúbica.
Los resultados y el diagnóstico fueron brillantes pero el paciente nunca se curó de su mal. Su spleen se agravó con los años porque el hombre es un animal triste y porque Silva no era un autor de superación personal.
Una tarde de 1939 Borges recibió por correo la traducción de Las mil y una noches del capitán Burton, libro que esperaba con ansiedad, subió corriendo las escaleras de su apartamento, se rompió la frente con la nave de una ventana entreabierta, la herida se infectó, Borges tuvo fiebres muy altas, deliró, estuvo al borde de la muerte, sufrió amnesia y quedó con una debilidad que le impedía concentrarse y escribir. No sabía si era argentino o un simple mortal, tuvo episodios esquizoides y escribió Borges y yo, pero no supo cuál de los dos era el autor.
Cuando se recuperó, tuvo serias dudas sobre sus capacidades creativas. Entonces decidió que el mejor examen era escribir literatura. Si podía componer algo del nivel “Borges pretotazo”, su cerebro estaba bien. Pero le dio miedo intentar la poesía, género que dominaba y donde no podía permitirse un fracaso. Entonces decidió hacer cuentos. Le salieron muy librescos, claro, y la influencia de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob se notaba demasiado, pero eran cuentos “bastante legibles”: este original “electro” dio como resultado la Historia universal de la infamia, dejó en claro que su cerebro funcionaba de manera aceptable y hasta podemos suponer que el golpe ajustó las sinapsis responsables de la redacción prosaica del argentino.
Yo también he intentado remedios intelectuales. Una vez tuve que aprender latín para olvidar a Coco, una bailarina que se fugó con una francesita que salía con William Ospina (ambos nos hicimos escritores para olvidar esas penas). Ahora resuelvo identidades trigonométricas y corro siete kilómetros diarios para sobrellevar una “tusa” mortal, pero la verdad es que estoy lejos de alcanzar a Murakami y que aún no consigo olvidarla.
El arsenal de los remedios es infinito. Va desde el ajo, la sábila y el limón, que curan todos los males presentes y futuros, hasta la “quimio”, abreviatura cariñosa que utilizamos para nombrar un procedimiento que tira a matar al paciente con la esperanza de que las células recobren la cordura y el sujeto sobreviva milagrosamente; pero aquí voy a referirme a unos remedios exóticos, los intelectuales.
Ada Lovelace, hija de lord Byron, era una señorita genial y lasciva. Preocupada, su madre le formuló dosis altas de matemáticas con tutores particulares, calculando, con buen sentido, que la frigidez de los números obraría como un antídoto de los furores uterinos de Ada. El remedio funcionó, Ada dejó de andar detrás de muchachos analfanuméricos, estudió máquinas y lógica con Charles Babbage y Augustus De Morgan, descubrió que las calculadoras podían hacer cualquier cosa, no solo cálculos matemáticos, y fue la primera programadora informática de la historia y la primera terrícola que reflexionó de manera filosófica sobre la inteligencia artificial.
De sobremesa, la excelente novela del poeta José Asunción Silva, es una obra excepcional porque los poetas son malitos para la prosa. El libro viene a cuento porque contiene un examen médico singular. El protagonista, un joven aristócrata muy parecido al señorito Silva, está aquejado de spleen, una jartera profunda que aquejaba a las señoras ricas y a los poetas del siglo XIX sin distingos de estrato, y el médico lo somete a un examen muy completo: un interrogatorio íntimo, pruebas de reflejos y exámenes eléctricos con un aparato galvánico. Luego lo pone a traducir un párrafo de Aristófanes del original griego y a despejar una ecuación cúbica.
Los resultados y el diagnóstico fueron brillantes pero el paciente nunca se curó de su mal. Su spleen se agravó con los años porque el hombre es un animal triste y porque Silva no era un autor de superación personal.
Una tarde de 1939 Borges recibió por correo la traducción de Las mil y una noches del capitán Burton, libro que esperaba con ansiedad, subió corriendo las escaleras de su apartamento, se rompió la frente con la nave de una ventana entreabierta, la herida se infectó, Borges tuvo fiebres muy altas, deliró, estuvo al borde de la muerte, sufrió amnesia y quedó con una debilidad que le impedía concentrarse y escribir. No sabía si era argentino o un simple mortal, tuvo episodios esquizoides y escribió Borges y yo, pero no supo cuál de los dos era el autor.
Cuando se recuperó, tuvo serias dudas sobre sus capacidades creativas. Entonces decidió que el mejor examen era escribir literatura. Si podía componer algo del nivel “Borges pretotazo”, su cerebro estaba bien. Pero le dio miedo intentar la poesía, género que dominaba y donde no podía permitirse un fracaso. Entonces decidió hacer cuentos. Le salieron muy librescos, claro, y la influencia de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob se notaba demasiado, pero eran cuentos “bastante legibles”: este original “electro” dio como resultado la Historia universal de la infamia, dejó en claro que su cerebro funcionaba de manera aceptable y hasta podemos suponer que el golpe ajustó las sinapsis responsables de la redacción prosaica del argentino.
Yo también he intentado remedios intelectuales. Una vez tuve que aprender latín para olvidar a Coco, una bailarina que se fugó con una francesita que salía con William Ospina (ambos nos hicimos escritores para olvidar esas penas). Ahora resuelvo identidades trigonométricas y corro siete kilómetros diarios para sobrellevar una “tusa” mortal, pero la verdad es que estoy lejos de alcanzar a Murakami y que aún no consigo olvidarla.