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Di 14 vueltas por la librería antes de comprarlo. Era precioso: papel terso y marfil, como el de Anagrama, caja angosta, márgenes anchas, letras rojas y negras, nada de viñetas, sobriedad monástica. Precioso y carísimo, pero irresistible: Hawthorne por James. Hawthorne es Nathaniel, el de Wakefield y La letra escarlata, y James es Henry, el de Los papeles de Aspern y Otra vuelta de tuerca.
Carísimo y aburrido, porque James narra con la parsimonia propia del siglo XIX y Hawthorne bosteza todos los días en la oficina de aduanas de la aldea de Boston. James maldice ser un británico nacido en la salvaje Nueva Inglaterra y Hawthorne se sabe maldito por ser hijo y nieto de quemadores de brujas, una profesión glamurosa en la época, sheriffs metafísicos, pero también una culpa pesada para un señor tan bueno como Hawthorne, consciente de que los males del mundo anidaban en el corazón del hombre y que la cosa no tenía remedio.
Como era puritano, también se sentía culpable por ser escritor. “¡Un escritor de cuentos, qué clase de ocupación es esa, más le valdría ser un músico ambulante!”, le gritaban las voces de sus antepasados, confiesa en el prólogo de La letra escarlata. Para atenuar la culpa, dice James y lo repetirá luego Borges, Hawthorne hizo del cuento un artefacto edificante y casi arruinó historias magníficas cerrándolas con moralejas insoportables. Justísimos, conmovidos, los manes de las letras le perdonaron esta insania y lo han sostenido durante dos siglos en la primera fila de los grandes cuentistas del mundo.
Leí el libro hasta el final buscando a Wakefield, una de las dos grandes fracturas de la lógica de la narrativa, junto al Bartleby de Melville, y leí que Poe admiraba a Hawthorne porque los unía la misma devoción por la matemática del suspenso, pero censuró el carácter alegórico y moralista de sus relatos. Leí que fue amigo del presidente Franklin Pierce, quien lo nombró cónsul en Liverpool; que fue a la escuela con otro gran clásico estadounidense, Longfellow; que fue amigo de Emerson, el trascendentalista (“el único deber es no mentir”), y de Henry David Thoreau, un Whitman discreto.
Se cruzó alguna vez con Herman Melville en Salem, su embrujado pueblo natal, y en Liverpool y hablaron de literatura, por supuesto, pero nunca supieron que estaban trazando una falla geológica en el mundo narrativo; nunca se dijeron: “¡Dinamitemos el sentido, somos los terroristas de la lógica!”. Fueron inocentes, como los pájaros.
Hubo locos en la literatura antes de Wakefield, claro (Agamenón, el Quijote, Hamlet) y aún no sabemos si fueron estadistas, santos, héroes o locos a secas, pero lo cierto es que Wakefield es un hito de la sinrazón literaria: ni el personaje, ni el narrador del relato —que era omnisciente—, ni el mismo Hawthorne supieron explicar qué pasaba en la cabeza del señor Wakefield.
A pesar de las británicas neuronas y su talento crítico, James tampoco pudo descifrar a Wakefield. Ni siquiera lo cita en su exhaustivo ensayo. Era un cuento muy audaz para el siglo XIX. Tuvimos que esperar hasta Kafka, que nos enseñó a mirar a los ojos el absurdo y lo ilógico sin parpadear. Entonces leímos a Wakefield y lo encontramos extrañamente familiar. Otro sábado recordaremos su espléndido argumento.
La historia les juega bromas pesadas a los críticos y a las academias. Citaré solo dos casos. La Academia de Ciencias de Suecia le otorgó el Premio Nobel de Física a Einstein por su trabajo sobre el efecto fotoeléctrico, un suceso minúsculo comparado con la teoría de la relatividad. Y James, por su parte, analizó con detalle las novelas y cada cuento de Hawthorne y pasó por alto el más importante, Wakefield.