Kafka sabía imaginar lo inimaginable y lo escribía con el pulso de un artista del detalle. Recordemos dos momentos del cuento La construcción de la muralla china.
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Kafka sabía imaginar lo inimaginable y lo escribía con el pulso de un artista del detalle. Recordemos dos momentos del cuento La construcción de la muralla china.
El señor K nos cuenta que en todos los pueblos de la China los niños construían murallas a escala. Era parte del pénsum de los oficios de las escuelas porque de allí salían los futuros oficiales, ingenieros y maestros de la gran obra nacional. “Cuando la murallita estaba lista, llegaba el maestro, se remangaba, la destruía de un empellón y nos gritaba tales reproches que huíamos llorando a refugiarnos tras nuestros padres”. Un episodio así, mínimo y pedagógico, solo puede descubrirlo una mente como la de K, atenta a los detalles de la construcción de una muralla real de piedra, argamasa, tiempo y demencia.
Obsesionada por los contenidos, la crítica se ha ocupado poco de su estilo. Oigamos el segundo momento:
“Las mujeres de los emperadores —ociosas entre sus almohadones de seda, desviadas de la noble tradición por cortesanos viles, henchidas de ambición, violentas de codicia, desaforadas de lujuria— repiten y vuelven a repetir sus abominaciones. Cuanto más tiempo ha transcurrido, más terribles y vivos son los colores, y con temor nuestra aldea recibe la noticia de que una emperatriz hace miles de años bebió la sangre del marido a grandes tragos”.
(Llama la atención que un pasaje moral tenga más participios que adjetivos. Nos recuerda a Continuidad de los parques, el cuento de Cortázar que termina con unas líneas sin verbos pero llenas de acción).
Hablo del estilo porque ya “sabemos” qué contó Kafka. Los críticos llevan 100 años explicando el significado de los espléndidos laberintos verbales del checo: que su obra es tan humorística como En la colonia penitenciaria y que él mismo era un tipo muy divertido; o que era tan trágico como Gregorio Samsa y como todos los bichos orejones que reptan por el mundo; que su obra es un espejo de los tiempos antiguos, como se refleja en su Prometeo y en sus aforismos sobre el Paraíso, o una profecía del inminente Holocausto, como parecen advertirnos sus páginas.
Para explicar su fama, los críticos mencionan el carácter “abierto” de las obras de Kafka, que admiten muchas lecturas y suscitan muchos debates, y la manera tan moderna como se fractura la vieja lógica del mundo en sus relatos. Así será, me digo, pero recordemos que Nathaniel Hawthorne y Herman Melville habían escrito 100 años antes relatos tan abiertos y tan ilógicos como los de Kafka (Wakefield y Bartleby el escribiente) y nadie advirtió en el siglo XIX el valor de estos cuentos, ni siquiera Poe, un lector agudo pero demasiado clásico, fatalmente aristotélico. En su ensayo sobre Hawthorne, Poe dice que Wakefield es un cuento bello y sicológicamente complejo, pero no advirtió que era la primera vez en la historia de la literatura que el narrador estaba tan perdido como el protagonista; que se estaba produciendo una fractura profunda en la lógica narrativa; que en adelante ya sería lícito escribir historias que nadie entendiera bien, ni siquiera un narrador omnisciente como el de Wakefield; que resultaba verosímil que los personajes de la ficción anduvieran tan extraviados como los sujetos de carne y hueso que leemos cuentos de ficción a ver si entendemos un día las reglas secretas del mundo real.
Fue con la lámpara de Kafka que los lectores del siglo XX pudimos leer a Hawthorne y a Melville, y fue con la pluma de Kafka que Süskind y Arreola escribieron La paloma, El contrabajo y El guardagujas. Tal vez alguien esté escribiendo ahora el ensayo que nos ayude a descifrar a Kafka.